Bien lo han dicho los pueblos indígenas: su resistencia no se mide ni agota por sexenios; siendo esto cierto, también hay que visibilizar y cuestionar las políticas estatales en turno.
Las oficiales, no necesariamente las que algunos políticos incorporan retóricamente en sus narrativas cotidianas. Y aquí otra distinción necesaria, el Presidente de la República tiene un estatus y facultades inherentes al titular del Poder Ejecutivo federal; no puede, por tanto, suponer que él tiene similar libertad de expresión y “derecho de réplica” a la de cualquier ciudadano que eventualmente acuda, reivindique o exija el cumplimiento de las obligaciones relativas a su cargo, formalmente sexenal. Y subrayo formalmente, porque recordemos que el maximato se concretó en alguna etapa de nuestra historia. Con todo ello, nos ubicamos en una de las distinciones torales en la relación entre política y derecho cuya tensión está presente y cruza las estrategias de los pueblos indígenas. Dicho esto, recurro a uno de los ejemplos paradigmáticos, como fue la contrarreforma salinista al artículo 27 constitucional cuyo impacto sigue vigente desde 1992.
En este punto se concretó una de las afectaciones más fuertes al despojar a indígenas y campesinos de los derechos logrados a partir, ni más ni menos, que de una revolución cuya conclusión se materializó en la Constitución de 1917. Por ello no podemos quedarnos en la reiterada frase del titular del Ejecutivo de aquel momento: “ni los veo ni los oigo”. Ciertamente una desafortunada expresión política que al tiempo cobró forma jurídica. No fue otra que la materialización del despojo legalizado al establecer el ingreso de las tierras a la lógica del mercado.
Pues bien, la contrarreforma que cito ha sido el puntal para contener el alcance de los derechos que los pueblos indígenas, no sólo en nuestro país han logrado para transitar hacia el pleno ejercicio del derecho a la libre determinación y al territorio. Sea el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, ratificado por nuestro país, la Declaración de la Organización de las Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas y, para no ir más lejos, las mutilaciones y distorsiones a los acuerdos de San Andrés expresadas en el vigente artículo 2 constitucional. Ahí encontramos, de nueva cuenta la tensión entre el derecho y la política. Los reiterados esfuerzos de los pueblos indígenas de utilizar las aún precarias herramientas, se topan con decisiones no exentas de contenido político plasmado en las resoluciones jurídicas. La decisión de la Suprema Corte de Justicia en torno a las 330 controversias constitucionales que dio el portazo, como dijeron en su momento los zapatistas, es otra más de las deudas pendientes. Todo este recuento busca llegar al punto en que los pueblos indígenas se encuentran en el actual sexenio heredero pleno de sus antecesores.
Si se logró incorporar la noción de derechos colectivos, la llamada 4T los redujo a la dimensión individual, son las personas indígenas las que reciben los mecanismos monetarios de la política social. Vaya, ni siquiera la regulación del derecho a la consulta se ha concretado, que, por cierto, no incorpora la dimensión del consentimiento previo, libre e informado. La Suprema Corte emitió una resolución que obliga al Congreso a legislar y el proceso pasó de la Cámara de Diputados a la de Senadores que le ha dado lugar en su congeladora. En estos tiempos los megaproyectos en curso, como el llamado Tren Maya, el Corredor Interoceánico, el Proyecto Integral Morelos han sido escenarios de batallas donde, cuesta reconocerlo, el Estado ha avanzado, si bien no plenamente sobre los pueblos, con mecanismos como la declaración de seguridad nacional o su concepto de desarrollo nacional y el ciertamente eficaz mecanismo de contención, promotor de clientelas y adhesiones de los programas sociales.
Este panorama eleva el costo de la resistencia de los pueblos y se enfrenta al paulatino incremento de la violencia en sus territorios, de la mano de la delincuencia organizada, con sus pugnas y redes de complicidades.
Está en curso una campaña nacional e internacional que busca detener la guerra contra las comunidades zapatistas, que hace visibles los miles de desplazados internos en Chiapas y la acción u omisión del Estado. Es una apuesta por la vía política, la de la organización y la denuncia que cada vez menos espera un espacio siquiera de escucha estatal, pues se replica el negacionismo oficial, cuando en diversas regiones se están presentando situaciones de violencias inéditas. Sin embargo, recuperamos que no es lo mismo tener derechos que no tenerlos, siempre que la lucha no quede sólo en los estrados de los juzgados, sino que se convierta en una herramienta para dibujar y fortalecer la resistencia y la escucha entre pueblos y quienes los acompañamos. La lucha es por la vida. A contrapelo del Estado.