Antonia ve desde lejos un espacio desocupado en el parabús y corre a ocuparlo antes de que pueda ganárselo un hombre que se acerca en la misma dirección. Para no mirarlo, se vuelve al exhibidor lateral donde aparece el rostro de una modelo con una taza de café humeante entre las manos y debajo la frase: “Yo disfruto mi ciudad”. Antonia trata de imaginarse cómo será la vida de esa mujer. No lo consigue, pero la envidia porque, entre otras cosas, ella no necesita subirse a un microbús atestado donde corre el peligro de que la manoseen y le roben el sobre con la raya de la semana.
Hoy, por tercera ocasión en menos de dos meses, Antonia fue víctima de otro asalto. Se pregunta cuál de las personas que la rodeaban habrá sido. Pudo ser cualquiera, alguien desesperado, ya sin prejuicios, pero con necesidades como las suyas: pagar renta, comida, medicinas, deudas acumuladas desde la pandemia que se han vuelto eternas. Repite que sí, que pudo haber sido cualquier persona, menos alguien como la muchacha del anuncio que disfruta la ciudad y de seguro no vive con tanta prisa como ella.
Cada mañana Antonia se levanta, se baña, se viste, desayuna y sin decir una sola palabra sale de su casa corriendo, va por la calle a toda prisa, tropieza pero no se disculpa, hace lo que sea con tal de no llegar tarde al trabajo para salvarse de que le impongan otro descuento, de que no la sancionen con tres días de suspensión porque llegó con tres minutos de retraso –a minuto por día– y de que no le adviertan lo que bien sabe: tres suspensiones implican despido inmediato, irrevocable.
II
Para Antonia, el peor de todos los castigos son las suspensiones que la obligan a permanecer tres días en la casa atiborrada de cosas inútiles, sofocante, olorosa a comida y a gas, hasta donde llegan los ruidos de las otras viviendas para sumarse a las voces salidas del televisor que su madre no apaga nunca porque le sirven de compañía mientras limpia o plancha la escasa ropa que le dan por encargo.
Antonia vuelve a mirar a la modelo del exhibidor. La envidia por su sonrisa, su felicidad y sobre todo porque esta noche, o cualquier otra, no tendrá que confesar que volvieron a robarla en la combi ni sufrir la crueldad con que, ante la mala nueva, a su madre se le acentúen las líneas en la frente o le tiemble el mentón que anuncia el llanto que humedece sus sospechas veladas: “Hija, dime la verdad: ¿te robaron en la combi o te gastaste el dinero en alguna porquería?”
Antonia puede soportar que, cuando sale al trabajo, su madre revise las cajas donde tiene su ropa a fin de ver si se compró algo nuevo, pero no tolera que la acuse de mentirosa y mucho menos que no piense lo que significa para ella que le roben el dinero que gana levantándose a diario a las cinco de la mañana y trabajando hasta la hora que sea. Lamenta mucho que a su madre no se le ocurre pensarlo, pero si la cree una mentirosa ladrona, ¿por qué no la corre de la casa? ¿Por qué no le tira al patio su ropa entre la que no hay, lo juro por Dios, un solo trapo nuevo?
Ante tales preguntas su madre nunca tiene respuesta, pero ella sí: no la echa de la casa porque no le conviene, no tiene a nadie más que la ayude ni dé la cara por ella cuando es necesario pedirle al tío Federico que otra vez le preste dinero. Mañana o pasado tendrá que hacerlo, soportar la respiración ardiente de él sobre su cara y la humillante broma: “Oye, chamaca, dime la verdad: ¿te robaron o te gastaste el dinero comprándote alguna de esas babosadas que a las viejas les encantan?”
III
Embebida en sus pensamientos, Antonia apenas se da cuenta de que los otros ocupantes del parabús corren hacia la combi que acaba de llegar y a la que ella también debería subirse, pero le faltan fuerzas para levantarse y, por otra parte, necesita demorar lo más posible el regreso a su casa y el momento de confesarle a su madre que le robaron otra vez en la combi.
Se asusta con sólo pensar que, a partir de ese momento, las cosas transcurrirán de la misma manera que en las dos ocasiones anteriores, como si todo estuviera escrito en una obra de teatro en la que ella y su madre actuarán los mismos papeles y acabarán llorando, reprochándose, su madre preguntándole si dijo la verdad y no se gastó el dinero comprándose porquerías y ella gritándole que cómo puede decirle eso a su hija, ¡su hija!, aunque sepa que su madre no la escucha porque sólo piensa en cómo resolverán el problema. Le conmueve su preocupación y finge un optimismo que no siente: asegura que todo se arreglará si el tío Federico les hace el préstamo; pero si no quiere, ella pedirá un adelanto en la caja de ahorros. En respuesta, su madre simplemente le dice en tono de agradecimiento: “Está bien, pero conste que muchas veces te lo dije: ten cuidado con el dinero. No me hiciste caso y ya ves cómo estamos”.
IV
Empieza a llover. Antonia ve acercarse otra combi y la aborda de prisa. El ve-hículo tiene las ventanillas cerradas, va repleto y obliga a los viajeros a tocarse, a respirar el desagradable olor entre dulce y amargo que sale de sus ropas húmedas. En la siguiente esquina, la combi se detiene, el chofer abre la puerta y, en medio de la tormenta, salta a la calle un hombre de chamarra blanca que se protege de la lluvia con un periódico y corre. Todos lo miran mientras se aleja y al fin desaparece.
Pasados unos minutos, se oyen los gritos destemplados de una mujer que urge al chofer a detenerse porque acaba de darse cuenta de que le abrieron la bolsa y le robaron su dinero. En el interior de la combi se escuchan rumores, expresiones de asombro, desplazamientos y la pregunta que siempre irrita al afectado: “¿Ya buscó bien?”
En medio de la absoluta confusión, los pasajeros se retraen y se miran unos a otros con desconfianza. Antonia se pregunta quién habrá sido el ladrón. En realidad podría ser cualquiera, alguien a quien en cierta forma envidia. Dentro de unos minutos llegará a su casa sin necesidad de decir que le robaron y sin tener que soportar la mirada con que se observa a un sospechoso.