Hoy se cumplen 20 años de cuando Celia Cruz abandonó el cuerpo físico para dejarnos su voz en la memoria.
A manera de homenaje, reproduzco la crónica que escribí en delirio luego de un concierto en Mazatlán una noche de Luna llena a la orilla del mar, porque narrar un concierto de Celia Cruz es narrar todos sus conciertos, su vida, su legado, su grandeza. Así ocurrió:
Se oye el rumor de un pregonar, que dice así: “traigo el epazote, para los brotes, yo traigo la ruda, palquestornuda, traigo el vetiver, palquenové”. El yerberito moderno en la voz de la reina de la rumba. Su voz que es susurro de palmas, ternura de brisas.
Y ella, quieta, rasga al máximo los ojos, entorna una sonrisa con la que muestra caninos y premolares, sitúa su sinuosa redondez justo abajo del resplandor cenital de un lucero y, de súbito, como un volcán que estaba quieto por milenios, hace erupción en un movimiento de caderas y omóplatos que la lanzan al espacio sideral.
Su graciosa majestad, su serenísima alteza, la reina de la rumba se ha puesto, de nuevo, en movimiento y su cuerpo, nave oscura y brillantísima, surca los meandros y bajamares y pleamares de este océano Pacífico de lava que ha desatado su dulce violencia en vendaval de canto e incendio de trompetas. Uno, en medio de este prodigio de elementos puestos en el calcinamiento feroz de los sonidos que saltan desde lo hondo de su garganta, no puede sino corroborar un viejo corolario: Celia Cruz tiene la bemba colorá.
Upa. Maní maní maní, un cucurucho de maní. Ejé. Caramelo caramelo caramelo. Ajá. Bemba colorá, pao pao pao, pao pao. El incontenible furor de sus interjecciones. Qué chévere.
¡Azúúcar! Y retiemblan a ese grito de guerra el cuero inocente y mugroso de los parches del tambor, los pistones aceitados y morosos de los saxos, la neurótica vara del trombón. Pallá, pallá.
Aupa. Suena el son.
Muy buena noche, platica la reina de la rumba a los plebeyos y les explica, míseros mortales alelados, que “es un placer ofrecerles mi voz” y canta una crónica rimada de cómo Celia Crú ha recorrido el linaje matancero, titopuentesco, johnnypachecudo, willicolonesco, sonoraponceñado, petelcondenado, para regresar a la matancera y quebrar la voz en una alta, elevadisíma ola que raspa, ruge, tremola, arrebata, enardece, cómo enardece instantáneamente ese raspar de rocas que es ese prodigio de su ronco, dulce, fino, agudo, mezzo, prodigioso aparato músico-vocal, que canta: no sé qué tiene tu voz, que fascina.
Y entre las estrofas que nos educaron, anda suelta una dulce duda metafísica, una pregunta para Habermas: ¿por qué es que Songo le dio a Borondongo? Y así como Heráclito no se baña dos veces en el mismo río, Celia Crú no canta dos veces igual su rotunda respuesta filosófica: pues porque, chico, Songo le dio a Borondongo, Borondongo le dio a Bernabé, Bernabé le pegó a Muchilanga, le echó a Burundanga y le jinchan loj piej ¡Azúcar!
Y la reina de la rumba suelta un peñasco que es una gruesa carcajada que es la expresión risueña de su contento porque, como sólo el rey Satchmo el Grande lo hacía, Celia Crú, la mismísima reina y soberana de la rumba está aquí esta noche endiablecida y arcangélicamente divertida. Y su voz, esa gema preciosa de los mares, suena egregia, soberana. Suena una salva de salvas, un salvaje salvar de malezas que es la marcha triunfal de alientos-metal que es el coro orquestal que acompaña la epopeya de la reina cuando canta y cuando baila se ondula cobra se recoge venada se alarga bisonta se desaletarga pantera, brinca, vuela, salta, refulge, esplende, cumple su maestrísima ordenanza. El guagancó que suda, la guaracha que apapacha. La reina de la rumba entona Luna sobre Matanzas y todo es echarle más leña a ese fuego fabuloso y fiero y crece, es incontenible esa pira esa hoguera ese incendio interior que es la euforia de miles y miles que en plena noche, al aire libre y soberano, cantan y corean las intensas majestades de la reina.
¡Salve!
El bongó guarde a la reina y suena su voz que es tañer de campanas al morir la tarde y gemir de violines en la madrugada trinar de zenzontle en la enramada cristalina corriente cual una cascada. Y suelta de nuevo un grito alado que es un zarpazo, una nube que sacude, un relámpago estallando en plena crisma. No sé qué tiene su voz, que enardece.
“No vayan a olvidar a esta humilde guarachera –dice la reina desde su trono– que me entrego toda entera/ en un manto de capuj/ que brille la dignidad del hombre/ Mazatlán no olvidej mi nombre/ yo me llamo Celia Cruj”. Y algo se mueve con andar de hamaca. Celia Cruz tiene la bemba colorá. Es la reina de la rumba. Que dios, la lira y el bongó guarden a la reina de la rumba. Que salven su rasposo y caliente, su tenaz y ardiente, su clamoroso e inocente grito de guerra: ¡Aaaazúúúcar!