Ciudad de México. Junto con otros presos políticos, Ana Ignacia Rodríguez, Nacha, la reconocida activista del Comité 68, regresó el año pasado a los lúgubres sótanos de Tlaxcoaque, donde estuvo detenida cuando era una muchacha. Cuando se empezaron a dar los primeros pasos para convertir a esta vieja prisión en un sitio de memoria por decisión del gobierno de la Ciudad de México, fue invitada a una visita de exploración. “Fui con el corazón encogido”, recuerda.
Solo de bajar la rampa del estacionamiento, la memoria olfativa de Nacha encendió en su memoria terrores imborrables. “Lo primero fue el olor. Sentí que todo se me venía encima”.
Aunque Nacha es una de las víctimas sobrevivientes de este centro de tortura y prisión ilegal y su nombre figura en los archivos históricos de Tlaxcoaque, ella manifiesta su escepticismo y sus dudas. “No voy a participar en este proyecto si no se distingue claramente lo que es un memorial y un sitió de memoria; si no se rescata y se divulga la verdadera historia de todo lo que pasó ahí. Hasta ahora, en este gobierno yo no he visto justicia, ni del 2 de octubre del 68, después de 53 años. Yo ya me voy a morir. Pero nunca he dejado de denunciar, siempre he juntado valor para hacerlo. Así, si me pelo antes de ver que se haga realidad la justicia, que digan: Ella dejó su testimonio”.
Tiene, además, otras demandas que para ella son importantes. Una es que en lo que fue la antigua cárcel de mujeres de Santa Marta Acatitla, en los espacios que ocuparon las tres celdas donde fueron recluidas las presas políticas de los años setenta y ochenta, se abra otro sitio de memoria en los espacios donde estuvimos las presas políticas.
Este proyecto ha avanzado, trabajando en conjunto con la rectora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Se prevé que el año próximo quede listo el espacio, que ocupará el sitio donde estuvieron las celdas donde recluyeron a tres universitarias –Nacha, Roberta La Tita Avendaño, Amada Velasco y la abogada laborista Adela Salazar de Castillejos—y varias guerrilleras.
“En la entrada de la universidad ya pusieron un mural con nosotras. Y eso me emociona. Es algo que siento que les debo a mis compañeras, como sobreviviente”.
Otro de sus objetivos, en esta misión de rescate de memoria y dignificación de las presas del 68, es que finalmente la Facultad de Derecho de la UNAM acceda a nombrar su auditorio principal en honor a la Tita, que fue miembro del Consejo Nacional de Huelga (CNH). Hace dos años Ana Ignacia le hizo llegar por escrito esa petición al rector Enrique Graue. A la fecha ni siquiera hay una respuesta. “Esa facultad es conocida por su conservadurismo; hay resistencia para honrar a quien hace 55 años fue una de las líderes más destacadas del movimiento estudiantil. Yo no quitaré el dedo del renglón. Mis compañeras se lo merecen”. Ambas fueron inmortalizadas en el emblemático libro de Elena Poniatowska, “La Noche de Tlatelolco”.
“Nunca debí haber estado ahí
Después de la matanza de Tlatelolco, el dos de octubre, la policía capitalina desató una sistemática cacería de líderes y activistas del movimiento que rompió con el conformismo de la sociedad urbana en la era que se conoció como el desarrollo estabilizador, pero que guardaba, desde el gobierno, una mano de hierro.
Nacha tenía 23 años cuando fue detenida y trasladada a Tlaxcoaque. Estaba casi al final de la carrera de derecho, que quedó trunca. Fue el 4 de octubre 1968, dos días después de la masacre, de donde había logrado salir ilesa (aunque magullada, con las rodillas raspadas y las medias desgarradas). “Nunca debí haber estado ahí. Yo fui brigadista del movimiento estudiantil, en la facultad de Derecho de la UNAM. Marchaba, iba a asambleas, boteaba, hacía pintas. No mas. Ni siquiera era líder, como mi compañera Roberta Avendaño (la Tita), que sí era miembro del CNH”.
Fue su segundo encarcelamiento. Su primer arresto fue el 18 de septiembre, cuando el ejército violó la soberanía universitaria e invadió el campus de la UNAM, llevándose presos a cientos de estudiantes y maestros. La presión estudiantil y social obligaron a las autoridades a liberarlos. Fueron 42 mujeres las que fueron a dar al “Palacio Negro”, el penal de Lecumberri. “Ya no había cárceles para tanta gente·”, dice. Recuerda cómo, hasta las celdas donde se amontonaban las detenidas, alcanzaban a oír los gritos de los manifestantes en la calle: “Libertad, libertad”. Al día siguiente, por la presión social, las liberaron a todas.
Ella era una muchacha de provincia, de Taxco, de una familia de plateros, acomodados y muy conservadores. “Me decían la pequebú”. Llegó al Distrito Federal y de allí a la poesía de Pablo Neruda y Nicolás Guillén, a conocer de la revolución cubana, la música de protesta y los hippies. En consecuencia, a las marchas de estudiantes que daban vida a los ámbitos universitarios de la época. Todo esto me bajó de mi nube rosada”, dice. Y empezó su toma de conciencia social.
"¿Tú eres la famosísima *Nacha?"*
El dos de octubre de 1968, Nacha y Tita lograron huir de la violenta represión en Tlatelolco. Cada una logró escapar por su lado, entre balazos y cuerpos caídos. Nacha llegó a Reforma y ahí, cerca del Sanborns de la Fragua, unas jóvenes le pagaron un taxi que la puso a salvo. Recaló en el departamento de un médico amigo suyo, Luis Cisneros Sotelo, que le brindó albergue. Hasta ahí, en la unidad habitacional de la antigua SCOP, colonia Narvarte, la fueron a detener –sin orden legal, sin motivo—agentes de civil de la temida Dirección de Investigación para la Prevención del Delito.
Al llegar a los sótanos de Tlaxcoaque, la esperaban Luis Cueto Ramírez, jefe de la DIPD y Raúl Mendiolea Cerecero, jefe del cuerpo de granaderos, ambos generales. (El primero fue destituido ese mismo año; el segundo continuó su carrera y fue nombrado en 1977 jefe de la Policía Judicial.
Fue Cueto quien la recibió:
—-Así que tu eres la famosísima Nacha.
—-Soy Nacha. Pero no soy famosísima.
En respuesta recibió un bofetón de mano del jefe de la policía.
Su amigo Luis Cisneros, de quien había recibido refugio el día anterior, era amigo de un hijo de Cueto y llamó por teléfono para interceder por ella: “Por eso no me violaron, como a todas las demás mujeres que cayeron ahí. Mi tortura fue que me obligaron a presenciar la tortura de otros. Esos días los separos estaban llenos de estudiantes. Pero también muchas otras víctimas: trabajadores sexuales, carteristas. Las violaciones más brutales eran a los gais. Me obligaron a pararme detrás de la reja y vi como a un montón de preparatorianos que habían detenido en Tlatelolco los desnudaban, les aplicaban la picana, los golpeaban. Fueron los días mas más duros de mi existencia”.
“Me dejaron sola en una celda. Al lado había una señora y su hija. Me preguntó que porqué me habían llevado. Le dije que era estudiante. “Uy, ya te amolaste”, le dijo. En ese sótano, siempre sola, sin siquiera entender porque la arrestaron, pasó seis o siete días. Antes de soltarla la amenazaron de muerte.
“Era tan ingenua, tan … que nunca se me ocurrió pensar que volverían por mi”, cuenta. “Lo primero que hice al salir es buscar a Tita a Ciudad Universitaria y otros sitios donde pensé que la podía encontrar. Luego regresé al departamento de mi amigo. En cuestión de días nos cayeron a todos”.
En esa oleada represiva detuvieron a decenas de líderes del movimiento, a los que se intentaban ocultar y a los que no. A Salvador Ruiz Villegas, de Ingeniería, a Rodolfo Echeverría, de Filosofía, a Tita Avendaño de Derecho y a Antonio Pérez Sánchez, del CCH, entre otros. “Me encapucharon desde el primer momento. Sé que me llevaron a unas caballerizas, quizás en el Campo Militar I. Después a otra casa de seguridad y finalmente nos ingresaron a la cárcel de mujeres. Ahí sí, en todos lados fui torturada”.
En Santa Marta Acatitla Nacha y Tita intentaron concluir sus carreras a distancia. No se los permitieron. Nacha, frágil y tímida, nunca pudo adaptarse y fue objeto de múltiples violencias por parte de las reclusas comunes. Pero de sus compañeras presas políticas aprendió mucho. Además de su larga amistad con Tita Avendaño, guarda un cálido recuerdo de Adela Salazar. Ella y su esposo Adolfo Castillejo eran abogados laboristas, defensores de obreros. El dos de octubre, espantados por las noticias de la masacre, se acercaron a Tlatelolco a buscar a sus hijos, que eran estudiantes y habían ido a la concentración. Ahí fueron detenidos. Luego fue el líder sindical Fidel Velázquez quien “les puso el dedo” para que fueran condenados con el resto de los activistas.
A los mas de 70 maestros y estudiantes del movimiento del 68 los acusaron de 10 delitos y los sentenciaron a 16 años de cárcel. Muy pocos abogados se atrevieron a representarlos. Sin Emilio Krieger, Carmen Merino, Carlos Fernández del Real y Guillermo Andrade hubieran quedado en el desamparo legal. En 1970 fueron amnistiados.
“Salí una nochevieja, 24 de diciembre. Sin un quinto, porque a Tita y a mi no nos dejaban trabajar en los talleres. Decían que íbamos a subvertir el orden. Me costó mucho trabajo reconstruirme después de esa experiencia. Siempre conté con el apoyo de mi mamá. Además, ya estaba marcada. A donde fuéramos llevábamos el estigma de ser unas rojillas, unas revoltosas, expresidiarias”. Con todo, rehízo su vida, tuvo amores, dos hijas y una presencia fundamental al lado del Comité 68.
El pasado el 22 de junio de 2022 Nacha perdió toda esperanza de que en este sexenio se les hiciera justicia a las víctimas de los hechos represivos. Ese día, en una ceremonia que quiso ser simbólica, se abrieron las puertas del Campo Militar Número Uno por primera vez para los sobrevivientes y las familias de quienes no sobrevivieron en los años atroces de la represión. Frente a ellos, al presidente Andrés Manuel López Obrador y a una veintena de militares invitados de honor, el secretario de la Defensa general Crescencio Sandoval rindió tributo a los soldados que, dijo, “cumplieron con su deber aún a costa de su vida”, es decir, a los perpetradores de las desapariciones, las torturas, las detenciones extrajudiciales. “Eso sí que no –expresa la veterana luchadora--; eso es una ofensa para todos nosotros. Si nos quieren revolver, a los agresores y a los que sufrimos las agresiones no habrá justicia. ¿Reparación? No me interesa, yo ya voy de salida. Pero sí verdad y no repetición”.
En el archivo de Tlaxcoaque quedó registrado el nombre de Ana Ignacia Rodríguez. En su memoria, la determinación de hacer que esa historia la conozcan las nuevas generaciones de mexicanos. Que no la olviden.