Convertirse vivo en un mito puede enloquecer como puede conducir a la muerte. Es un destino. Como tal, no se lo elige ni se le escapa. En general, lo cumple y lo sella una desaparición temprana. Alcanzar la vejez es excepcional. Los mitos se niegan, acaso, a envejecer. Al parecer, la muerte del predestinado les da una vida inmortal. Marylin Monroe es, sin duda, el ejemplo del mito cumplido y sellado con su muerte. Se ha escrito hasta la saciedad sobre la estrella que fue y sigue siendo, aún más brillante ahora, liberada de los límites de un tiempo efímero. Cabe aquí señalar la autobiografía de la actriz imaginada por Norman Mailer, quizá la más próxima a los recuerdos de la persona que fue Marylin Monroe.
La conciencia de encarnar un mito es todavía más rara que serlo. La monstruosa lucidez de Alain Delon le ha permitido saberse un mito. “Se me reprocha, se caricaturiza, hablar de mí en tercera persona. Pero no hablo de mí, hablo de Alain Delon, el otro que no soy yo”. La explicación que da es verdadera. Alain, el niño que perdió a su padre a los cuatro años, el cual jugaba en los patios de la cárcel donde trabajaba como carcelero su padrastro y pudo escuchar el estruendo de las balas cuando fusilaron a Laval, ministro del mariscal Pétain durante los años de la ocupación de Francia por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, no es el mito Alain Delon: la star, esa estrella que extrae su fulgor de él, del ser que devora para alimentarse.
Saberse un mito lo ha ayudado a sortear la locura y el suicidio gracias a un desdoblamiento de su persona. Porque Alain es Alain y Delon es Delon. Alain sufre a Delon: lo observa, lo combate, ríe de él, lo sigue como su sombra, aplastado y arrastrado por la sombra de ese otro. Alain puede exclamar como Arthur Rimbaud en su carta del 15 de mayo de 1871 a Paul Demeny: Je est un autre (Yo es otro).
Tener conciencia de que su propia persona es otro es un pensamiento que puede, también, volver loco, pero es la fatum reservada a quienes el destino, diablo o dios elige para devenir star. Es decir, estrella. Más valdría, en este caso, nacer y vivir en el cielo. Sobre la tierra es bastante más peligroso.
Alain y Delon, ambos de una belleza luciferina, jóvenes o adultos con una apariencia angelical, poseedores de un físico que seduce a hombres y mujeres, ante quien se inclinaron de admiración los geniales cineastas Visconti o Melville, las inolvidables actrices que fueron sus mujeres, Romy Schneider o Mireille Darc, Alain no es Delon y yo es otro.
Si el mito Delon se desenvuelve a sus anchas en la compañía de padrinos y capos del hampa, si hace gala de su amistad con Jean-Marie Le Pen, cabeza de la extrema derecha, si sale sin mancha de un escándalo que salpicó incluso a la señora Claude Pompidou, esposa de quien fue presidente de Francia, el Alain que, al llegar a las puertas del Cielo, pediría a Dios ver por una vez juntos a su padre y a su madre, se esconde en una soledad infinita.
Ser un mito es monstruoso y debe vivirse, sobrevivirse, en un desgarramiento que no acaba, una muerte sin fin. Ser una estrella se paga caro. Cabe preguntarse cuál será el costo final de ser un mito.
Hoy día, a pesar o a causa de su avanzada edad, Alain Delon se encuentra, una vez más, en el centro de un proceso. Sus hijos acusan a la mujer que vive con él de encerrarlo en la soledad de un círculo del Infierno, aislándolo del resto del mundo, sometido a su poder abusivo. Esta japonesa de sesenta y tantos años, llamada Hiromi, cercana al actor desde hace numerosos años, empleada al servicio de Delon, su terreno extendido alrededor de la star después de un AVC, se ocupa de todo a su lado: comida, medicinas, sueño, en fin, su vida diaria, la de un hombre debilitado por la edad. Delon se ha agregado a la queja levantada por sus hijos, ella responde con abogados.
Encerrado en el castillo rodeado de un bosque donde vive, Delon ha quedado encerrado, sobre todo y para siempre, en su propio mito.