El proyecto de convertir la antigua prisión de Tlaxcoaque en un sitio de memoria desde la voz de sus víctimas le parece a Consuelo Solís de Vázquez, de 87 años, viuda del guerrillero Genaro Vázquez Rojas, “simplemente un acto de justicia” y una forma de hacer saber a los jóvenes de hoy y de mañana “que hubo gente muy valiente que luchó por nuestra libertad”.
En las celdas de lo que fue la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD) de la policía capitalina, ella, dos de sus hijos (Genarito, que apenas tenía 9 años, y Berta, de 10), su hermana Concepción y su sobrina Blanca estuvieron detenidos, aislados y torturados.
–¿También los niños?
–Sí, los niños fueron torturados –repite.
La detención ilegal ocurrió el 26 de enero de 1972, cuando lo que se conocía como el Servicio Secreto de la policía capitalina era parte de la Dirección General de Policía y Tránsito. Eran los tiempos de Echeverría.
Su modesta casa en un barrio popular de Iztacalco es el punto de encuentro de una gran tribu y de una larga historia de lucha. Casi todos los hermanos y medios hermanos, convocados por su hija América, llegan para asistir a la entrevista con Consuelo, reunidos al pie del cuadro al óleo que preside la sala con la imagen del maestro guerrillero.
Una tarde de junio de 1971, uno de los hijos del jefe guerrillero, Genarito, de 9 años, y su prima Blanca, de 22, fueron secuestrados por la policía y llevados a Tlaxcoaque. A la mitad de la noche, en pleno sueño, despertaban al niño y le preguntaban su nombre. El chico tenía un alias y siempre respondió con él: “¿Te imaginas lo que hubiera pasado si dice que se llamaba Genaro Vázquez?”, dice todavía con espanto su mamá. Al día siguiente sacaron al niño de Tlaxcoaque y fueron a entregarlo a casa de unos vecinos.
Otro día, en enero de 1972, Consuelo salió a la calle a un mandado con Berta, su hija adoptiva de 12 años. A las pocas cuadras Consuelo notó que la seguían. En esa ocasión tuvo la oportunidad de llamar desde un teléfono público al abogado José Rojo Coronado. El defensor –de los pocos juristas que en esos años asumía el riesgo de representar legalmente a los perseguidos políticos y a los insurrectos– se apresuró a interponer un amparo, lo que quizá evitó que la esposa y la hija de Vázquez Rojas figuraran entre los cientos de desaparecidos de esos años.
El comandante del Servicio Secreto de la policía preventiva del Distrito Federal, José Salomón Tanús, conocido represor, las recibió.
–¿Dónde está tu marido? –fue la primera pregunta.
–Pues no sé. Yo no soy la que lo está persiguiendo –respondió la esposa. Y recibió una bofetada tremenda.
Durante 15 días los policías repitieron la misma pregunta centenares de veces. También le dijo Tanús: “Cuando oigas gritar a tu hija es que la estamos torturando; a ver si se te refresca la memoria”. Y sí, Bertita gritaba. Estaban en celdas separadas. A ella también le daban bofetones cuando le preguntaban el paradero de su papá.
Berta es hoy una mujer hecha y derecha. Ha criado a una familia, hizo una carrera de cultora de belleza. Pero vuelve a temblar cuando habla del terror que vivió de niña, sola en un calabozo helado.
Era invierno. El enorme laberinto subterráneo de Tlaxcoaque era una heladera. Los presos dormían sin cobertores. Consuelo le pidió a un custodio: “Aunque sea tráiganme unos periódicos para que se pueda tapar mi hija”. El hombre contestó: “Ustedes no están aquí vacacionando”. Sin embargo, al día siguiente otro policía llevó la chamarra de uno de sus propios hijos para cobijar a Bertita.
Sobre sus sesiones de tortura Consuelo no habla. “Duele mucho y da coraje. Sólo te digo: era una vez al día, dos cada noche”.
El licenciado Rojo Coronado logró sacarlas de Tlaxcoaque 15 días después y regresarlas a su hogar.
“Ya se acabaron tus penas; ya mataron a Genaro”
El 2 de febrero de 1972, Consuelo iba de prisa a su casa de regreso del trabajo cuando se cruzó con un vecino que había ingresado a las filas de la policía. “Ya se acabaron tus penas”, le dijo al pasar. “Ya mataron a Genaro”.
Recuerda la maestra. “Corrí para la casa a oír las noticias. Pero antes de enterarme de nada, nuestra calle y todo del barrio se llenaron de policías, patrullas y periodistas. Entonces supe que era cierto”.
A la fecha, la maestra Solís rechaza la versión oficial sobre la muerte de Genaro, según la cual el guerrillero murió a causa de las heridas sufridas por un accidente en una carretera. En febrero del año pasado, con motivo del 51 aniversario de su muerte, pidió al Mecanismo de Esclarecimiento Histórico y a la Fiscalía General de la República (FGR) que se reabriera el expediente y se investigue de nuevo.
La noche anterior, Vázquez y otros tres guerrilleros, entre ellos su lugarteniente José Bracho, iban hacia Guerrero dando un gran rodeo por Michoacán cuando el vehículo chocó. Todos salieron con heridas leves. Pero supuestamente el comandante, que iba en el asiento trasero, murió en el lugar.
“Nunca creí esa historia. Cuando me presentaron el cadáver noté que tenía el cráneo destrozado, en la frente una herida profunda en forma de V.”
Una vez reconocido el cuerpo lo subieron a una ambulancia de la Cruz Verde y se formó el convoy para llevar a Genaro hasta su tierra, San Luis Acatlán, Costa Chica de Guerrero. La voz se había corrido y, ya llegando a los caminos del sur, cruzando los pueblos donde se arraigó la leyenda del profe Genaro, salía la gente a saludar el paso del líder guerrillero con pañuelos blancos.
La capilla barroca
Mientras estuvo en los calabozos de Tlaxcoaque, Consuelo nunca supo exactamente dónde la tenían. Hasta el día que la sacaron, que oyó mencionar la calle Chimalpopoca y la plaza. Entonces recordó la pequeña capilla de Tlaxcoaque, a pocos metros de los infernales sótanos de la policía capitalina, donde ella y Genaro se casaron ocho años antes. Ahí sigue la pequeña iglesia.
Genaro y Consuelo se conocieron cuando ella tenía 17 años y, aún sin título de maestra, trabajaba alfabetizando adultos. Los dos jóvenes ya habían emprendido una lucha en defensa de las casas de estudiantes, que era la única posibilidad para las familias pobres de los estados de enviar a sus hijos a estudiar a la ciudad. Y participaban en la lucha del Movimiento Revolucionario del Magisterio, fundado por Othón Salazar.
Se casaron en 1959, tuvieron seis hijos (Consuelo, Francisco, Ulises, Genaro, Roque y América), pero adoptaron y criaron a 14, entre ellos a Berta.
De abril de 1966 a 1968 Genaro estuvo preso en la cárcel de Iguala. Había sido acusado falsamente de homicidio durante una masacre cometida por el gobernador Raúl Caballero Aburto en Chilpancingo y sentenciado a 14 años. Desde la prisión, su movimiento se radicalizó y pasó a la lucha armada, casi al mismo tiempo que el movimiento encabezado por otro maestro, Lucio Cabañas, tomaba los mismos pasos en la Costa Grande. “Coincidieron, pero nunca caminaron juntos”, resume Consuelo ese pasaje de la historia.
En 1971 la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria, la organización de Genaro, realizó sus primeros secuestros, entre éstos el del rector de la Universidad Autónoma de Guerrero, Jaime Castrejón. A cambio de su liberación, nueve presos políticos pudieron viajar a Cuba, entre ellos la hermana de Consuelo, Conchita, que estaba en el Campo Militar uno.
Y entonces el régimen de Luis Echeverría volcó su ira y su venganza en contra de la familia del jefe guerrillero que lo desafiaba. No perdonó ni a los niños. En 1972 se registraron las primeras desapariciones de luchadores y activistas.