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Política

2023-07-10 06:00

Historias negadas pero imborrables

Periódico La Jornada
lunes 10 de julio de 2023 , p. 23

Era increíble ver los ríos de gente de la Montaña de Guerrero que marchaban al lado del ingeniero Cuauhtémoc, hijo del Tata Lázaro. Con pies lodosos y sombreros raídos, los indígenas caminaban airosos, con la esperanza de tumbar a los caciques. Othón Salazar, el líder histórico del Movimiento Revolucionario Magisterial, había regresado a su natal Alcozauca para impulsar la organización del Partido Comunista Mexicano (PCM). Como gran militante, marcaba con garbo el paso de un ciudadano decidido a dar la batalla política contra el aparato represivo implantado por Francisco Ruiz Massieu y Rubén Figueroa.

Varias ocasiones encaró a los policías judiciales y al Ejército que lo traían a raya, porque había marchado con Lucio Cabañas en las principales calles de Tlapa, antes de la masacre de Atoyac, el 18 de mayo de 1967. Los del Cisen se coordinaban con los militares vestidos de civil para vigilar a los maestros rojillos que se reunían en la casa de la maestra Gudelia, donde los comunistas tenían su círculo de análisis. Ante el levantamiento de Cabañas, el gobierno federal militarizó la Montaña. En Metlatónoc el Ejército causó destrozos a las precarias viviendas de las familias mixtecas. Detenía a quienes lideraban la comunidad o hablaban castilla. Colgaban en los caminos a los indígenas que detenían; los amarraban de cuello y pies para escarmiento de los rebeldes. Las familias se refugiaban en las cuevas.

El trabajo clandestino de los comunistas floreció en las montañas. Las banderas del PCM ondeaban en las comisarías y en las multitudinarias marchas que salían de sus pueblos, acompañados por sus comisarios y bandas de música. Pese al miedo, la gente encontró en el PCM la vereda menos escabrosa, para protegerse de pistoleros, policías judiciales, jueces y militares que delinquían con las armas y la ley.

Acuerpados en las asambleas comunitarias, los maestros que se adherían al PCM desafiaron a los caciques e impulsaron los comités comunitarios. Cobró forma la Montaña roja, la ola que aglutinó a los indígenas más pobres. La oratoria de Othón impactaba a propios y extraños: era plenamente comprendida por los indígenas monolingües. Los encarcelamientos de maestros y las ejecuciones de líderes comunitarios caldearon los ánimos para tomar el fusil en los cerros y levantar la voz en las plazas públicas. El Ejército nada pudo hacer ante la irrupción de los pueblos contra la política gansteril de los caciques.

La visita del ingeniero a la Montaña catalizó la rabia contenida por siglos, condensó el sueño justiciero de los oprimidos y levantó un gran movimiento que cimbró las estructuras del poder caciquil y resquebrajó el corporativismo del PRI.

Adolfo Gilly fue testigo del espíritu imbatible de los olvidados de la Montaña. Atónito por la masiva manifestación, le conmovió constatar el drama de la pobreza arraigada en los cuerpos enjutos de quienes, en lugar de sentirse sobajados, caminaban airosos y llenos de gozo. Se percibía la vibra del cambio, el paso decidido de ciudadanos que por siglos han resistido tempestades y hambrunas. Gente de carácter bravío y corazón de acero. Vio desfilar innumerables contingentes que en pancartas plasmaban los nombres de sus comunidades, difíciles de pronunciar. Adolfo sonreía y escribía, también disfrutaba la gesta de los pueblos silenciados.

Antes de llegar al zócalo, sobre la ca­lle Hidalgo, vio cómo familias de Metla­tónoc se arremolinaban para saludar al hijo del Tata. La gente de Alcozauca rememoraba la visita del ex presidente Lázaro y expresaba su cariño colocando cadenas de cempasúchil a su hijo. La algarabía era desbordante. Adolfo, contagiado por la marcha festiva, se incorporó al contingente de Metlatónoc, que con paso veloz lo atropellaba. Sentía la energía de la gente que cargaba sus ayates y sus hijos, y percibía en los rostros adustos y huraños, a las personas más combativas y decididas que en el surco libran su sobrevivencia.

El zócalo de Tlapa era insuficiente para albergar a la multitud de indígenas que por municipios desfilaban. Con gran disciplina se formaban a lo largo de los pasillos, en los portales del ayuntamiento y en las cuatro calles concéntricas. Subieron al kiosco a Cárdenas con un grupo de líderes indígenas encabezados por Othón. ¡Viva el hijo del Tata! ¡Viva Cuauhtémoc! ¡Viva nuestro futuro presidente de México! Fueron los vítores que prendieron a la gente. Las bandas con sus grandes obras musicales fueron el mejor regalo que cada comunidad ofreció al hijo del Tata.

La de 1988 fue una marcha gloriosa, histórica. Fue impresionante el despliegue de miles de indígenas pobres que caminaron horas para demostrar su apoyo al ingeniero. Para Adolfo fue el preludio de un movimiento disruptor protagonizado por los pueblos de la Montaña. Un acontecimiento invisible para la historia oficial, una gesta ignorada por los políticos que usurpan cargos en representación de los pueblos de la Montaña. Son hechos que forman parte del anecdotario de la gente, que sigue dispuesta a dar la batalla en todos los frentes para sacar a los gobernantes corruptos. Gilly celebró convencido lo que tanto ha sostenido en sus libros, “de que el entramado de las opresiones y de su historia no pueden dejar de engendrar la irrupción y la ruptura de cada ciclo”. La memorable marcha de Tlapa quedó grabada como parte de las historias clandestinas que Adolfo experimentó y documentó como un historiador empedernido que supo interpretar los sueños de justicia de los pueblos, que “de repente irrumpen en tumulto”. En la década de 1980 los na savi, me phaa y nahuas de la Montaña tomaron las calles de la ciudad que los expolia para derrotar en las urnas a los caciques y patrones que los explotan. Son las historias ocultas, que como sentencia Gilly “son imborrables porque sucedieron”.

*Director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña-Tlachinollan
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