Un grave peligro continúa amenazando, cada vez con más eficacia, a nuestros países: el secuestro creciente de sus libertades, costumbres y valores histórico-culturales bajo el disfraz de una idea global que busca borrar de la memoria de los pueblos su grandeza, expresiones y posibilidades presentes y futuras como creadores de su propio destino.
Insostenible pero poderosa postura ideológica empeñada en que dejemos de creer en nosotros mismos − mexhincados y mexiqueros− y veamos en lo de afuera la única posibilidad de ser en el mundo − globalizonzos−, en esa corriente de pensamiento único simplificador, arbitrario y excluyente que pretende invalidar cuanto salga de sus rígidos esquemas y, de paso, cancelar un nacionalismo bien entendido −neoliberales−.
Planeta manicómico este −por cada vez más enloquecido y ridículo−, donde resulta impropio que un individuo, enfundado en un traje lujoso y raro, con sólo unas telas como armas defensivas, intente burlar las embestidas de una bestia cuya naturaleza es acometer con sus astas y cornear lo que tenga a su alcance. Tan absurdo rito milenario nomás no cabe en la cabecita de la posmodernidad, intoxicada de datos, irrelevancias e inmediatez, disfrazada de una compasión por los animales que estos apenas sienten por sus semejantes y por otras especies.
La violencia ideologizada se disfraza entonces con las garritas de falso humanismo e hipócrita ecologismo, alarmada de que la ancestral y perturbadora huella de la tauromaquia genuina ponga en entredicho la virtualidad mentirosa de las tecnologías de la (manipulada) información y la (ilusoria) comunicación, y prefiere apostar por cotidianas agresiones amabilizadas a la familia, como guerras, asesinatos, asaltos, persecuciones o pleitos callejeros, y toneladas de series y películas donde las armas de todo calibre son la mejor forma de persuasión. La crueldad se encasilla y el sistema se amorcilla, herido de muerte pero resistiendo su agonía mientras pueda seguir lucrando, a diario, con esa redituable violencia, tan impuesta y promovida como disimulada.
Te felicito, lector, si aún andas por aquí. Por haberse ido antes de la suerte −eludir la reunión con las partes y escabullir el bulto del razonamiento−, no por falta de valor o de conocimientos o haber reducido estos al ámbito de sus intereses y especialidad, sino por haberse hecho inexcusablemente pendejos (hay sinónimos, lo sé, pero a últimas fechas he estado malito), nuestros compatriotas metidos a políticos y a taurinos llevan varias décadas haciendo como que hacen, “revestidos de un inútil estar ocupados”, que dijera el clásico, alcahueteándose por un lado y por el otro obteniendo beneficios a costa de una fiesta de toros que demandaba más ética con conocimiento de causa y menos autorregulación, elementos más nacionalistas y menos acomplejados que atinaran a sopesar el inmenso valor cultural, económico, identitario y político, claro, que entraña la importante tradición tauromáquica mexicana. “Se contentaron, otra vez, con los espejitos que les traían”, me comentó un culto aficionado
Si a través de los años hubiéramos tenido un desempeño nacional e internacional del tipo del futbol, todo se entendería, pero siendo el único país de la tierra que ha sido capaz de emular y en muchas ocasiones superar a los inventores del toreo moderno, sus diferentes sectores y manipulado público merecían mejor atención y mayor apoyo a su organización por parte de sucesivas administraciones, no demagógicas prohibiciones sin ton ni son, como las que se padecen en distintas ciudades. Pero jugar a proteger animales siempre será menos comprometedor que proteger la inteligencia verdaderamente plural y democrática.