Flaubert, quien hizo de la ironía una de las artes de la sospecha, vislumbró una de ellas en una historia aparentemente trivial. Bouvard y Pècuchet, dos copistas apesumbrados por la monotonía y la alienación de su trabajo (ambos se sienten “extensiones maquínicas de los textos que transcriben”), entablan una entrañable amistad. Ya tarde en la vida, a la edad de 50 años, deciden recluirse en la campiña para probar suerte en la jardinería y la historia. Los dos fracasan, aunque la holgura de una herencia les permite probar suerte en la hidroterapia, la literatura, la mnemónica y la filosofía. En ninguna de estas disciplinas los acompaña el éxito. Después de años, fastidiados, deciden volver a su antiguo oficio y ponerse a copiar.
La famosa lección inscrita en el poema de Kavafis sobre el viaje a Ítaca encontraría aquí uno de sus posibles fracasos. Sólo para el registro, copio un par de sus célebres párrafos: “Ten siempre a Ítaca en tu mente. / Llegar allí es tu destino. / Mas no apresures nunca el viaje. / Mejor que dure muchos años / y atracar, viejo ya, en la isla, / enriquecido de cuanto ganaste en el camino / sin esperar a que Ítaca te enriquezca. / Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado. / Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, / entenderás ya qué significan las Ítacas”.
En suma: lo que importa es el camino, no Ítaca. ¿Y los copistas de la inacabada novela de Flaubert, al que acusaron en la época de escribir una historia sobre imbéciles? Bataille quiso enmendar este equívoco e imaginó un desenlace. Al final de la vida, cuando los copistas regresan a su tedioso oficio, encuentran que todo lo que aprendieron inútilmente con tanto esfuerzo les deparó una inesperada virtud. Ahora cuentan con un criterio para eligir los mejores textos, pueden discernir su verdadero valor y transcribir sólo aquellos que realmente lo merecían. Y así legar una ofrenda a sus futuros lectores. Súbitamente, la monotonía de la copia adquirió un sentido inusitado y ambos se sintieron libres.
Nuccio Ordine, autor de La utilidad de lo inútil, quien murió el 10 de junio pasado, días antes de recibir el Premio Príncipe Asturias, daba la bienvenida a cada generación de estudiantes que acudían a su clase sobre la historia del Renacimiento con una pregunta: “¿A qué vienen a la universidad?” La respuesta esperada era unánime: “Para obtener un título que nos permita encontrar trabajo”. Entonces Ordine les leía el poema de Kavafis. El título es lo de menos, les decía; lo que importa realmente es el viaje de la formación que aguarda a cada estudiante durante los ocho o 10 semestres que pasarán en las aulas conviviendo entre ellos y con los docentes. ¿Pero cómo hacerlos entender este elemental principio si nada en la sociedad actual valida esta postura?
Las universidades de hoy (Ordine hablaba de las instituciones europeas, aunque el fenómeno es similar en otras latitudes) se ven obligadas frecuentemente a disminuir o a veces a clausurar los estudios que ante las exigencias del mercado laboral –y por ende a los ojos de las familias– aparecen como “inútiles”. Los motivos son siempre presupuestales y la lista de estas disciplinas es larga: historia, filosofía, literatura, teología, estudios clásicos, filología, museografía, estética, musicología y tantos otros. En varios libros, dedicó una parte de su vida a defender sin cuartel la “utilidad” de esta “inutilidad”. Un famoso ejemplo sucedió en una universidad italiana donde existía un departamento de estudios sobre el sánscrito desde hace tres siglos. Una larguísima tradición. En un momento, se inscribió un solo alumno. ¿Qué hacer entonces con todo ese auténtico capital cultural y filológico? O más general: ¿qué hacer con los estudios y las investigaciones que escapan a la lógica del mercado, pero que están dedicados a preservar lo que hace posible la reflexividad de una sociedad sobre sí misma, sobre su pasado y el cuidado de su patrimonio cultural?
La respuesta de Ordine ancla en una antigua línea de pensamiento que se remonta a las reflexiones de Wilhelm von Humboldt a principios del siglo XIX: todos esos saberes que ante la actual razón instrumental aparecen como “inútiles” representan el núcleo fundamental de la formación de ciudadanos reflexivos y libres. Reflexión en el sentido que sean capaces de vislumbrar formas de vida que no estén sujetas a los avatares del poder y a las lógicas del consumo. Libres en el sentido de producir individuos capaces de enfrentarse a los sistemas de evaluación que hoy provienen esencialmente de las instituciones bancarias internacionles. Porque quien hoy evalúa lo que requiere o no una universidad son agencias globales vinculadas a los sistemas bancarios que escapan a cualquier control nacional.
Sólo aquellas universidades que logren efectivamente resistir a la tentación de subordinarse por completo a la razón expansiva del mercado y preservar los espacios de saberes que se oponen a la “desertificación del espíritu” (Ordine dixit) –léase: las humanidades y el arte en su mayor grado– serán capaces de ser consideradas por sus sociedades como patrimonio del cuidado de sus individuos y su vida democrática. Y merecerán entonces el reconocimiento respectivo.