Siendo el hegemón mundial, Estados Unidos sigue dominando el proceso de acumulación de capital global. Hace unas cuatro décadas, este país logró alcanzar un equilibrio entre su altísima producción de procesos contaminantes y agentes tóxicos, y la rehabilitación de sus ecosistemas contaminados. Pero este equilibrio fue estructuralmente inestable, pues se logró sólo con la desindustrialización, la alta dependencia tecnológica con los países asiáticos y la exportación de sus problemas ambientales. La cultura empresarial cortoplacista que imperó tras la caída del muro de Berlín no permitió mayor avance.
Situada bajo el dominio de este hegemón, la economía de México fue víctima de la lógica de los tratados de libre comercio. El PIB/cápita se estancó y la economía cayó en su posición relativa con otros países. La inversión extranjera directa (IED) se estancó por la competencia con China, a pesar de que se eliminaron las reglas de asociación de capitales y contenido nacional. México se dejó llevar por el efecto eufórico de la IED, que es como una droga: primero se siente rico, pero luego se pagan las secuelas. Y éstas fueron que México pasó a ser un exportador de importaciones, se concentró la manufactura en manos extranjeras y la estructura productiva mexicana se convirtió en un apéndice de la estadunidense. No se despertó el “genio de la innovación” y se desacoplaron la productividad del trabajo y la capacidad científica nacional. En consecuencia, la economía en su conjunto se estancó y, al mismo tiempo, se acumularon los factores de producción e infraestructuras sistémicas en los corredores económicos: manufacturas, agroindustrias, mineras, etc., sin que mediara una planificación territorial adecuada ni una regulación salarial y ambiental. Como resultado, en estos corredores aumentaron y se yuxtapusieron los procesos contaminantes, además se acumularon los agentes tóxicos en los ecosistemas. Pero a diferencia de Estados Unidos u otros países industrializados, la política ambiental de México se concentró en la agenda verde de la sustentabilidad y no hubo un cuidado semejante de la agenda gris, por lo que no se buscó ni alcanzó el equilibrio entre estos procesos y agentes, tampoco la conservación y rehabilitación de ecosistemas. El pasivo ambiental en México sigue acumulándose por doquier y ha alcanzado en las regiones de emergencia sanitaria y ambiental niveles insoportables.
En este momento, Estados Unidos está en un proceso de involución: ante la pérdida de poder relativo económico y geopolítico, así como la necesidad de regresar su industria, han iniciado la desregulación ambiental de su territorio, lo que ha creado un nuevo desequilibrio: el fracking y el aumento de accidentes como el de Ohio dan cuenta de esto. Mientras la 4T ha combatido la corrupción económica inmediata, pero no ha impulsado una nueva política económica que atienda sus desequilibrios estructurales y, en este sentido, las cosas siguen iguales. Nuestra economía sigue siendo excesivamente dependiente de Estados Unidos y no se ha llevado a cabo ningún ajuste de cuentas serio respecto a la normatividad ambiental ni a la atención al pasivo ambiental acumulado. De hecho han habido importantes involuciones en este sentido.
Muchos de los encargados de la economía nacional sueñan con darnos un nuevo high económico, atrayendo a las empresas del nearshoring mediante bajos salarios, permisividad ambiental y bajos impuestos. La legislación del tratado de libre comercio aún prohíbe exigir contenido nacional, transferencia de tecnología o subsidiar a las empresas mexicanas. Todavía se apuesta a una simple ampliación de la maquila. Pero la 4T no puede continuar apoyando un modelo económico que arrincona y mantiene a los capitalistas mexicanos en las peores posiciones de inversión, ya sea como contratistas del gobierno, como especuladores en bienes raíces o como socios ocultos del crimen organizado. Así no se combate la corrupción estructural ni se separa el poder económico del político. La buena noticia es que, dado el contexto mundial, México ahora tiene el poder relativo para cambiar esta situación. Estados Unidos es (merecidamente) vulnerable, por lo que se pueden renegociar las reglas. Se puede planificar y hacer una estrategia de crecimiento basado en una política industrial sólida. Para ello, son necesarios los estímulos públicos que aumenten la inversión en manufacturas y les doten del tiempo de maduración necesario. Se requieren reglas e incentivos para que la industria use componentes y productos mexicanos. Es necesario flexibilizar las reglas para que las empresas nacionales participen en la provisión de factores e innovaciones tecnológicas, a fin de que haya más concurso de las cámaras industriales. Ahora se tiene fuerza relativa para ser muy estrictos en las reglas de admisión de la IED, y para ello debemos pensar en cómo lograr una convergencia de la innovación con la regulación. Esto implica cambiar la noción de la innovación: no sólo considerar la relación producto/tiempo, sino los medios necesarios para evitar los efectos destructivos, entre éstos cómo incluir el daño ecológico en el costo de producción de los bienes.
Las empresas públicas también son muy contaminantes. Hay que gobernar con el ejemplo. A través de la agenda HCTI del nuevo Conahcyt, el Estado puede y debe promover la inversión y la innovación que reviertan los efectos destructivos de su propia actividad económica. También debe investigar cómo remontar la austeridad presupuestal para funciones regulatorias y de inspección de los gobiernos, además de la fragmentación y descoordinación de competencias, y como establecer mecanismos de contraloría social efectivos que no desgasten física y emocionalmente a los ciudadanos que luchan contra los efectos negativos de los procesos contaminantes y los agentes tóxicos, sobre sí mismos o sobre sus congéneres.
* Coordinador de Programas Nacionales Estratégicos (Pronaces-Conacyt)
** Director del CIDE
*** Integrante del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM