“Te dicen salvaje –escribió más o menos Jaime Sabines– porque sólo conocen el jardín, no la jungla.” Y sí, la idea simplona de que para ser torero primero hay que parecerlo, que se le atribuye al maestro Rodolfo Gaona, él de tan amplio espectro existencial y tauromáquico, no cabe en el extraordinario, insólito caso del torero yucateco (Valladolid, 1973) Víctor Balam (jaguar, en lengua maya), apodado El Chamaco, ya que desde los 14 años empezó a verle la cara a los toros, no en una escuela sino en la práctica frecuente en los singulares festejos taurinos que se llevan a cabo hace siglos en los estados de Yucatán, Campeche y Quintana Roo. “También me llaman para torear en Tabasco y en Oaxaca”, aclara orgulloso.
Atribuye, su capacidad de convocatoria a lo largo de 34 años –y ya 20 como el torero más taquillero– a una extraña afición sustentada en la entrega, en la personalidad y en el inmenso gusto por lo que les hace a los toros a partir de un íntimo convencimiento de ser precisamente el torero que es, sin la menor intención de parecerse a otros, dispuesto a emocionarse para poder emocionar. En efecto, de fornido tórax, con un metro 55 centímetros de estatura y una chaquetilla de torero de la que se suele despojar durante la lidia por los intensos calores de la región, este Chamaco es solicitado lo mismo por alcaldes que por empresarios y párrocos para darle atractivo e importancia taurina a sus festejos del santo patrono, en todas las regiones y a lo largo de todo el año. He llegado a la plaza en calesa, en limusina, a pie o a caballo, siempre dispuesto a dar espectáculo taurino y, si se puede artístico, desde luego, es algo que la gente siempre capta y agradece.
Ello es cierto. En un pequeño poblado al noreste de Yucatán, luego de que El Chamaco capoteara y fijara un torazo con genio −la mayoría ya han sido toreados varias veces, por lo que aprenden a embestir al torero−, edad, trapío y sus astas íntegras, se lo envolvió a la cintura en una elegante media verónica que hizo saltar de sus asientos a los concurrentes y volcarse en unánime ovación por la mágica escena que acababan de presenciar ante un toro no limpio.
Es una fiesta del pueblo auténticamente, en la que unos participan construyendo su palco familiar, otros ayudando a levantar la plaza, unos más pagando el alquiler de un toro por una promesa hecha con anterioridad y el resto con una pequeña contribución por entrada. Hay ocasiones en que una corrida empieza a las 13 horas y concluye después de doce horas ininterrumpidas. Se anuncian 12 o 14 toros y se acaban lidiando 60 animales a la usanza portuguesa, es decir, sin ser muertos sino atrapados por numerosos jinetes lazadores locales que actúan de manera gratuita y por el gusto de competir en diferentes poblaciones. También actúo en corridas que se llaman de postín, al lado de matadores de alternativa
Crecí entre muchachos que soñaron con ser toreros y que lloraban ante tantos obstáculos y frustraciones no obstante sus cualidades. Nunca olvidaré a un torero ya mayor, Mariano Canto, quitarse la fuerte embestida de un cebú de 500 kilos con una revolera medida y torera, sin moverse. Esa escena me impactó y determinó mi decisión de hacerme torero. Empecé como relleno y luego de sustituto hasta que me fui haciendo de un nombre y de saber hacerle fiestas a toros muy toreados. Con todo, he recibido 11 cornadas y sufrido cinco fracturas, alguna con más de un año convaleciente. La tradición yucateca de una torería formal está prácticamente estancada, pero la tradición taurina de la península no la toca nadie, concluye seguro El Chamaco Balam.