De acuerdo con datos de la Agencia de Información sobre la Energía (EIA) de Estados Unidos, las reservas comerciales de petróleo de ese país experimentaron una disminución significativa, mucho mayor que la esperada, de 9 millones 600 mil barriles, más de 2 por ciento de tales reservas, que ascienden a 453 millones. Por su parte, la reserva estratégica sufrió una merma menor (un millón 400 mil barriles). Sumadas, ambas reducciones representan casi un día de la producción petrolera estadunidense, situada en un promedio de 12 millones 200 mil barriles.
Como consecuencia inmediata, tal fenómeno impulsó una subida de los precios del hidrocarburo en momentos en los que se espera un incremento de la demanda de gasolina por el inicio de la temporada de viajes estivales. Es previsible que a mediano plazo la reducción del margen entre producción y consumo en Estados Unidos se traduzca en una nueva etapa de turbulencias y fluctuaciones en los mercados internacionales.
Estos hechos llevan a recordar que, a pesar de los discursos pretendidamente ambientalistas con los que los países ricos de Occidente han buscado disfrazar su defensa de intereses corporativos y neocoloniales, su demanda de hidrocarburos no va a reducirse de manera drástica a corto plazo ni disminuirá, por tanto, su dependencia de los combustibles fósiles. Por otra parte, las precipitaciones y las fallas de planificación en la aplicación de la transición hacia energías limpias y renovables ha tenido efectos contraproducentes, como es el caso de Alemania, que por su afán por deshacerse antes de tiempo de los generadores nucleares está empleando más carbón que nunca en la generación de electricidad.
Es necesario, en consecuencia, poner en perspectiva la innegable necesidad de transitar de los combustibles procedentes del subsuelo a formas menos contaminantes de movilidad y de generación eléctrica, y deslindarla de toda esa fantasía demagógica de que tal objetivo puede y debe lograrse en el curso de una década, como lo pretenden organizaciones sociales, representaciones gubernamentales y grupos de presión cuyas motivaciones reales consisten en impulsar negocios depredadores basados en energías limpias, particularmente en economías emergentes como la de México.
Por el contrario, el esfuerzo del actual gobierno por recuperar y sanear las industrias petrolera y eléctrica del Estado ha resultado, en estas circunstancias, particularmente atinado, y salta a la vista la necesidad de mantener tal empeño más allá del actual periodo presidencial. No hacerlo así significaría colocar al país en una situación de grave vulnerabilidad ante los vaivenes de los mercados internacionales, ante la instrumentación de la energía como factores de presión política por parte de entidades extranjeras gubernamentales o privadas y en el riesgo de encarecer o hasta de imposibilitar la movilidad y el abasto eléctrico a millones de mexicanos. En esta perspectiva, deben saludarse los incrementos en la producción de crudo, gas y aceite que recientemente reportó la Comisión Nacional de Hidrocarburos, la adquisición de la refinería de Deer Park en Texas y la construcción de la de Dos Bocas en Tabasco, así como la compra de 13 centrales eléctricas a Iberdrola para expandir la capacidad de generación de la Comisión Federal de Electricidad.
Ciertamente, se requiere también de una política pública que impulse y acelere la transición energética al mayor ritmo posible, sí, pero sin descuidar las necesidades inmediatas y cruciales de la economía y de la sociedad.