Hubo un tiempo en que el patrimonio de las lecturas terminales del capitalismo la poseía el marxismo. Durante las primeras décadas del siglo XX, la crisis del liberalismo decimonónico, la Primera Guerra Mundial, la revolución soviética y el quiebre de las bolsas de 1929, alimentaron un extraordinario debate económico acerca de la inminente debacle de la moderna sociedad burguesa. Para la gran revolucionaria Rosa Luxemburgo, ( La acumulación del capital, 1913), la saturación de los nuevos mercados ocupados por el comercio y la producción capitalista anunciaba su inminente derrumbe. Aunque claro, no logró ver que el mercantilismo pudo densificar los consumos en los mercados existentes, y ocupar nuevos espacios “exteriores” como las sociedades agrarias o la unidad doméstica urbana.
K. Kautsky, ( Teoría de las crisis, 1901), padre de la socialdemocracia europea, anunciaba que el desacople entre producción y consumo mundial, la llamada sobreproducción, era el síntoma decisivo de la imposibilidad de la continuidad histórica del capitalismo. Sin embargo, la devastación material que conllevaron las guerras, y las propias depresiones económicas, jugaron el papel de “destrucción creativa” schumpeteriana que volvió a acoplar producción con consumo. H. Grossman ( La ley de la acumulación, 1929), gran economista polaco, creía que la sobreacumulación de capital, debido a las constantes innovaciones tecnológicas que desplazaban el trabajo humano, reducían la cantidad de trabajo impago apropiado por los empresarios, en relación con los montos de inversión realizados, lo que, a la larga, llevaría a un colapso del sistema en su conjunto. Sin embargo, como viene aconteciendo a lo largo de décadas, esta tendencia decreciente de la tasa de ganancia, está acompañada también de un crecimiento sostenido de la masa de ganancia absorbida por la inversión que dinamiza la inversión. P. Mattick, otro gran economista marxista radicado en Estados Unidos, consideraba que la sobresaturación de capital a escala mundial, más la competencia interempresarial, llevarían a una “crisis mortal del capitalismo” al constreñir el nivel de los ingresos de las clases laboriosas ( The Permanent Crisis, 1933). Pero no tomó en cuenta que la mejora de la productividad laboral general, eleva los ingresos de las clases menesterosas, en tanto que, el trabajo barato de las sociedades periféricas y el trabajo doméstico gratuito, ayudaron a sostener lo que U. Brand denomina el “modo de vida imperial” del capitalismo desarrollado.
Independientemente de que, con el tiempo, varios de los postulados de estas reflexiones fueron superados por la propia realidad, el gran aporte de esta polémica radicó en poner la atención en la recurrente manifestación de límites en el desarrollo histórico de la sociedad capitalista. Si bien todos estos autores incorporaban el factor decisivo de las luchas sociales para derribar el orden económico, consideraban que la eficacia de esas luchas necesitaba unas condiciones de posibilidad material que permitieran el derrumbe del capitalismo existente y su sustitución por otra organización económica de la sociedad.
Los trente glorieuses que emergieron después de la Segunda Guerra Mundial (1945-75) y que dieron los mayores índices de expansión económica y bienestar social a Europa y Estados Unidos, aplacaron el debate sobre el derrumbe. La implosión del llamado “socialismo real” en 1989 y el triunfo inapelable del capitalismo de libre empresa en los años posteriores cerraron temporalmente cualquier referencia en torno a los límites del capitalismo. De hecho, desde entonces podía presentarse como el insuperable final del camino del progreso humano. Pero la celebración del “fin de la historia” no duró mucho.
Primero fueron las alarmas sobre las barreras naturales a esta forma de producir fundada en la ganancia permanente. Los efectos dramáticos en el medio ambiente, lo que Marx llama la fractura del “intercambio metabólico” entre naturaleza y ser humano, comenzaron a ser expuestos, no sólo con el inminente riesgo apocalíptico del trastrocamiento del clima, la biodiversidad y la vida terrestre, sino también con los limites materiales naturales a una continua expansión de la producción y la acumulación capitalista. Sugirió así un nuevo catastrofismo, ahora centrado, no tanto en las barreras a la acumulación empresarial, como en el agotamiento de los componentes materiales que permiten la producción y la acumulación burguesa. No es ya la organización social capitalista la que manifiesta sus propias fronteras (de acumulación, de desigualdad, de luchas sociales, etcétera), sino la naturaleza la que es el límite de la ganancia ilimitada.
Cada nuevo informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas es más aterrador que el anterior, en tanto que el reloj climático señala que estamos a “segundos” de rebasar los 1.5°C de temperatura por encima de la era preindustrial, lo que llevará a una vorágine de desastrosos e irreversibles efectos medioambientales y biológicos en el mundo. Sin embargo, por ahora, este neocolapsismo ambiental ha dado lugar a un fatalismo impotente que no logra visualizar un orden económico-social diferente al capitalismo existente. Se plantea atenuar su desarrollo, direccionarlo o, en el mejor de los casos desdesarrollarlo (Latouche, 2023), dejando de lado que, si algo caracteriza precisamente al capitalismo es la tendencia a la acumulación perpetua, por encima del bienestar humano, del medioambiente o de la propia vida biológica.
Una contraparte temprana de este catastrofismo ambiental, es el desplome inducido, llamado aceleracionismo (Srnicek, Fisher); que propone exacerbar aún más la expansión capitalista a fin de que sus fuerzas prometeicas, disolventes y de autoorganización, estallen creando condiciones para una otra sociedad.
Pero lo verdaderamente llamativo del último tiempo, es el catastrofismo analítico de las instituciones y “tanques pensantes” del propio capitalismo global. Eufóricas durante décadas con el imaginado triunfo definitivo del libre mercado, el FMI, Banco Mundial, BIS, Rand Corporation, World Economic Forum, McKensey, etcétera, en los últimos meses han pasado de un pesimismo temporal a un pesimismo catastrofista.
El FMI, ese portaaviones político, acorazado de dinero y datos econométricos, que durante décadas se encargó de encuadrar a América Latina y Europa del este en el ineluctable destino “final” de la humanidad, el libre-mercado, ahora se lamenta del “desmoronamiento” del orden planetario liberal y predice que la “fragmentación geoeconómica” en marcha traerá una contracción de hasta 7 por ciento del PIB mundial en los siguientes años ( Geoeconomic Fragmentation…, enero de 2023). Por su parte, el Banco Mundial, esa caballería global del “consenso de Washington”, ahora se detiene atónito ante el futuro incierto y augura una venidera “década perdida con la caída de un tercio del crecimiento global respecto de los primeros 10 años del siglo XXI” ( Global Economic Prospects, junio 2023).
Y el que más sorprende sobre el porvenir del capitalismo, es el McKensey Global Institute. Considerado como la empresa de consultoría más famosa e influyente del mundo, y que ha formado a la mayor cantidad de CEO de grandes empresas, acaba de realizar un análisis crítico y calamitoso del porvenir del capitalismo mundial capaz de disputar umbrales de fatalismo a las más enjundiosas versiones catastrofistas del marxismo del siglo XX. Comienza su estudio señalando que, en los últimos 40 años, el capitalismo global se ha desplegado por medio de una anomalía peligrosa: que el crecimiento del valor de los activos (acciones, bienes raíces) y de la deuda (estatal, empresarial, personal) fue más rápido que el crecimiento del PIB. Es decir, el valor en papeles se desacoplo del valor real de la economía. Por cada dólar de activo real, el activo ficticio creció 1.3 veces. Desde 1993 hasta 2021, asienta el documento, el capital no persiguió inversiones productivas, sino la riqueza de papeles: el valor de los bienes raíces creció 33 por ciento por encima del PIB. Los activos 100 por ciento; la deuda 90 por ciento, y los depósitos 124 por ciento ( The Future of Wealth and Growth…, mayo de 2023).
Para aumentar los males endémicos, la inversión productiva ha disminuido como porcentaje del PIB. En la Unión Europea, 55 por ciento más baja que entre 1995-2008. Y en Estados Unidos, 40 por ciento menos. Por su parte, la productividad ha reducido su tasa de crecimiento. Si entre 1980 y 2000 aumentó 1.8 por ciento anual, entre 2000 y 2021 tan sólo .8 por ciento. La esperanza de que la digitalización y la I+D revolucione la productividad ha fracasado por la ausencia de “habilidades necesarias” en la fuerza laboral y, sobre todo, porque son tecnologías de ciclos de vida cortos que “pueden absorber ahorros sólo por periodos muy limitados” antes de volverse obsoletas o transferir conocimiento a los competidores. Esta ralentización de la productividad del capitalismo tardío, antiguo baluarte de su superioridad histórica, no es un problema pasajero: es un límite estructural del propio capitalismo. Se ha creado así un círculo vicioso: aumenta la participación de los grandes dueños en la riqueza global; disminuye la participación de los trabajadores que reduce el consumo proporcional y crece el valor “en papel” de los activos debido al ahorro de los ricos. Se trata de un problema de sobreproducción con efectos de desvío especulativo de la riqueza que suscribiría el propio Marx ( El capital, tomo III).
Ante a este desastre, ¿qué opciones hay al frente? El instituto más deseado por todos los graduados en ramas económicas de las universidades más prestigiosas del mundo, ve cuatro opciones, cada cual más problemática que la anterior. La primera, mantener lo mismo que ahora; crecimiento ficticio, PIB aumentando por debajo de 1 por ciento, demanda débil, bajo aumento de la productividad, mayor desigualdad. En resumen, volver al estancamiento secular.
La segunda, políticas de defensa nacional (nacionalismo económico): aumento de la inversión pública, crecimiento moderado del salario y el consumo, inflación por encima de 4 por ciento, disminución de valor de las acciones y bienes raíces, aumento de la deuda y contracción de la riqueza de los hogares en 8.5 por ciento.
La tercera, de recesión prolongada: política fiscal austera, ajuste fiscal duro y contención de la inflación, tasas de interés altas, caída de los valores de los activos, crisis de liquidez, crisis mundial de deuda, demanda débil, zoombificacion de empresas; PIB crece un punto menos que la década anterior, caída del valor real de acciones y bienes raíces en 30 por ciento o más.
Por último, productivismo con base en el aumento de la inversión en nuevas tecnologías: crecimiento del PIB de 1 por ciento por encima de la década anterior, inflación controlada, políticas publicas industriales, valor de bienes inmuebles se estancan y caen en relación con el PIB, nueva ola de economías emergentes. Esta última opción, la menos conflictiva, se asemeja mucho a la señalada hace más de 100 años atrás por Luxemburgo, sólo que ella ya vio la saturación de ese camino. Y en cuanto a la productividad, no hay una ruta para remontar los límites estructurales que el mismo instituto menciona respecto de las tecnologías de rauda obsolescencia.
En síntesis, los corifeos del capitalismo han extraviado el optimismo histórico. No sólo nos muestran con datos un modelo de desarrollo neoliberal desfalleciente, sino también un capitalismo estructuralmente cansado, fisurado, carente de horizonte esperanzador capaz de lanzar al mundo a una nueva etapa de prosperidad. Casi como una bestia irracional que se devora a sí misma. Por ello no cabe duda de que, en estos tiempos de incertidumbre pesimista, habría que volver a desempolvar y enriquecer los previsores debates marxistas sobre las condiciones del “derrumbe” capitalista.
*Ex vicepresidente de Bolivia