El Chocó, Colombia. En el rústico muelle de Bojayá, Buenavista, una multitud, música y muchos letreros de bienvenida y esperanza aguardan la llegada de la vicepresidenta Francia Márquez. Desde la orilla opuesta del río Atrato, que lleva en sus aguas tantas historias y tragedias, arriba la comitiva de la vice en un par de lanchas artilladas del ejército.
Márquez es la primera en saltar a tierra. Es una gira para poner en marcha el Plan Nacional de Desarrollo para la región del Altrato medio, en el empobrecido departamento del Chocó (noroeste de Colombia, frontera con el Darién panameño), que durante las tres últimas décadas sufrió los embates más cruentos de la guerra.
Profundo y caudaloso, el Atrato serpentea por una selva tupida. De un lado se extiende el Chocó, de población negra e indígena emberá, olvidado desde siempre, disputado durante años entre la entonces guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y los paramilitares; una zona conocida como el “reino de la motosierra”, por las atrocidades cometidas por el paramilitarismo. Del otro lado, Antioquia, donde crece sin pausa la presión de la agroindustria y la minería trasnacional y su rastro de despojos y depredación.
Durante años fue vía fluvial de todo: alimento, mercancía, droga, armas, tráfico de maderas preciosas y fauna silvestre. Y fragmentos de cuerpos humanos.
Con Márquez llegan tres ministros y una veintena de funcionarios de alto nivel de dependencias estratégicas; un despliegue de voluntades y recursos para el Pacífico colombiano, la región que, gracias al “factor Francia”, volcó con sus votos la balanza de las elecciones de hace un año (junio de 2022) a favor del primer gobierno de izquierda en este país. La embajadora de México Patricia Ruiz Anchondo es invitada a la gira.
La comitiva sube por la calle principal. La primera parada es en el mausoleo que se levantó con los restos de las 89 víctimas de la masacre de mayo de 2002. Todos civiles, 45 niños. En esa fecha, el embate de uno de los bloques paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia intentaba desalojar de la ribera chocoana a los guerrilleros de las FARC, que tenían control en la región. A pesar de las múltiples alertas, el ejército permitió el avance paramilitar. El combate se trabó en la pequeña comunidad de Bojayá. Los pobladores se refugiaron en la iglesia. La guerrilla disparó un cohete de fabricación casera y erró el tiro. La bomba cayó directamente sobre el altar. Quedó un reguero de cuerpos despedazados. Bojayá sufrió una de las masacres emblemáticas de la prolongada guerra, una Guernica colombiana.
Ahora, frente a sus nichos, Francia Márquez rinde un homenaje, gesto que repite pocos metros más allá, en la iglesia que resguarda al Cristo mutilado, lo que quedó del crucifijo sin brazos ni piernas, regado entre los cuerpos despedazados de los feligreses.
Francia Márquez en acción
En la cancha de la comunidad se instala la mesa de trabajo. La vicepresidenta y su equipo vienen preparados, conocen a detalle la situación y lo que se debe hacer. Ella apunta, interrumpe, urge, a veces regaña. Exige acortar los plazos para la ejecución de los proyectos.
Y tampoco admite más tardanza en la construcción de un sendero ecológico que conecte la nueva Bellavista con la vieja Bellavista, donde la selva se ha tragado ya los vestigios de la población que tuvo que huir y empieza a comerse también el cascarón de la capilla desfondada, triste testigo de lo ocurrido.
“Le debemos a nuestros niños preservar la memoria”, señala la maestra Elizabeth Álvarez, responsable de exigir la construcción de un centro de memoria de la masacre de Bojayá. Ella estaba frente a un grupo de primero de primaria en mayo de 2002. “Un día estábamos en clase. Dos días después ocho de mis niños habían muerto.”
La vice recibe el proyecto ideado por la comunidad: “Bojayá es un símbolo para la paz y la reconciliación; no tiene que seguir viviendo en la agonía de la espera”. Y ordena a su equipo: “¡Prioricen, concreten!”
Como parte del proceso de justicia transicional, en 2015 (antes de la firma de los acuerdos de paz), el entonces comandante de las FARC Pastor Alape, a nombre de la dirigencia de la organización, reconoció la culpabilidad de la guerrilla en la masacre y pidió perdón a la comunidad. “Eso cerró algunas heridas, pero no todas. El acto de disculpa no fue perfecto. Algunas familias pueden perdonar, otras no. Eso ya es de cada uno”, explica la profesora.
Se concretan los proyectos: un fondo para la multiplicación de radioemisoras comunitarias de afros y comunidades étnicas; un “firmatón” de convenios para la construcción de muelles y caminos secundarios para los habitantes de las riberas del río, para quienes no hay vía de salida mas que la fluvial. Y las ollas comunitarias para lograr el objetivo de “hambre cero”. No puede faltar un compromiso con los niños del glorioso equipo de futbol Semilleros de Paz.
Arrebatar una generación a la guerra
De ahí la comitiva baja nuevamente al Atrato y aborda las lanchas para ir río abajo hasta La Loma, donde conviven emberás y negros. Como los dos helicópteros que llevaron al grupo de Quibdó, la cabecera municipal, también las lanchas son artilladas, porque en la zona quedan activos bolsones del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que apenas el 8 de junio firmaron su primer acuerdo de cese al fuego con el gobierno de Gustavo Petro, en La Habana. También el núcleo disidente de las FARC Estado Mayor Central y grupos rearmados del paramilitarismo. Según cuentan, también algunos del narco mexicano.
Ahí la guerra no ha terminado. Hay zonas minadas, comunidades sitiadas, reclutamiento forzoso, desplazamiento. A pesar de todo, la vice va.
En La Loma se reinaugura, con importantes mejorías, el Instituto Colombiano Agropecuario. En sus edificios y aulas hay electricidad por primera vez. Cubre desde jardín de niños hasta carreras técnicas, una joya en el corazón de la manigua.
Los reclamos, las denuncias y la historia de la comunidad no se presentan en discursos, sino con cantos que suenan como lamentos. Las cantoras mayoras de Bojayá hablan de carencias, necesidades, demandas y sueños; relatan con rimas lo que más preocupa: sobre todo entre los emberá, en los últimos meses ha habido 46 suicidios de adolescentes y jóvenes, que no ven otra forma de huir de las bandas armadas que los confinan y los quieren sumar a sus filas.
El subsecretario de Educación, Óscar Pardo, explica los alcances del proyecto de regionalización de la educación mediante el Fondo para la Paz. “Queremos –dice– arrebatar una generación a la guerra.”
Márquez ahonda en su explicación sobre los alcances del reciente acuerdo con el ELN. “Y con esta noticia sé que las mamás van a descansar. Porque yo soy mamá [dos hijos] y sé lo que es vivir con la angustia de que a nuestros hijos los recluten para la guerrilla o el crimen.”
El cielo empieza a cerrarse. La vicepresidenta y su grupo deben apretar el paso, ahora remontando el río de nuevo hasta Vigía del Fuerte, donde esperan los helicópteros.
Tras depositar a la vice en Cali, donde vive, la comitiva aterriza en la fría Bogotá ya de noche cerrada. Antes de salir a la intemperie, la joven ministra de Agricultura, Jhenifer Mojica, se pone la chamarra que lleva escrito en la espalda uno de los lemas característicos de Francia Márquez: “No se rinde quien nació donde por todo hay que luchar”.