Contra la comodidad y el esteticismo dudoso de la tauromaquia posmoderna, la irrefrenable actitud, no las delicadas poses, de los que ni siquiera “parecen toreros”, sino que simplemente lo son de la montera a las zapatillas, mientras el nefasto taurineo −oscuros intereses de espaldas a la fiesta y al público− insiste en relegar a elementos valiosos para el necesario repunte del manoseado espectáculo, hoy a merced de antis y autoridades sensibleras.
El arte de la lidia perdió rumbo cuando se privilegió el torear bonito a costa de la codicia de las reses, la bravura exigente y la embestida emocionante, para dar entrada a lo que hemos denominado “toreo de salón con toro”, al posturismo que permite una acometida domesticada, pasadora y cansina, tan al gusto de los matadores tres eme: muleteros monótonos modernos, que despojaron a la tauromaquia del único ingrediente imprescindible para su sustento ético: el dramatismo, el brío recíproco, no la bondad mutua, de toro y torero.
El domingo pasado, en el coso de Colmenar Viejo, contiguo a Madrid, donde hace 35 años un toro le partió el corazón a José Cubero Yiyo, el moreliano Isaac Fonseca, relegado por el monopolio taurino de México, protagonizó una notable gesta torera que los medios mexicanos, ocupados de todo menos del toro, apenas destacaron. En frustrado mano a mano con el salmantino Juan del Álamo, que al intentar un quite fue herido por el abreplaza, se disputaban la final de la Copa Chenel −futbolizarse o morir−, por lo que Isaac debió pechar con los seis toros, no de la ilusión sino de cinco hierros distintos y ofensivos pitones.
Pero Fonseca no se aburrió ni aburrió al público y menos a los toros, que con la intención de prender al torero fueron burlados con temerario arrojo y osada técnica por el menudo diestro, siempre ilusionado y dispuesto, no ante uno ni dos sino esta vez ante seis astados con ese estilo que molesta a los que figuran. A pesar de haber recibido una cornada en el muslo derecho y un pitonazo en la mandíbula, el de Morelia permaneció estoico y comprometido en el ruedo hasta hacerse de tres orejas y del anhelado premio, mientras los exquisitos levantan la ceja frente a otra muestra de ese estremecedor aguante sin atenuantes.
En Apizaco, Tlaxcala, se efectuó la 21 Corrida de la Prensa el sábado 17 en la plaza Rodolfo Rodríguez El Pana con un cartel de lujo: arrogantes ejemplares de Tenopala, encaste Parladé, para tres jóvenes que se disputaron el trofeo Rafael Ortega, en honor del maestro mexicano fallecido en días pasados. Los toros fueron aplaudidos de salida y los toreros actuaron con indumentaria goyesca. No faltó el que dijo: fue en honor de don Goyo, para que ya no se siga calentando.
José María Macías, sobrio y solvente en su lote, calló a la banda en su segundo, con el que tuvo fuerte petición de oreja. En cambio Alejandro Adame, alegre e incluso eléctrico, se desconcentró al pedir a la banda La pelea de gallos y luego cuando un espontáneo −el novillero ecuatoriano Luis Paguay−, de rodillas, ligó un muletazo por alto y un cambiado por la espalda, mostrando la fijeza del astado. Fue Diego San Román, segundo espada, quien a la postre se llevó el trofeo en disputa, tras pegarse un arrimón, dejar un estoconazo y cortar merecida oreja.
El sometimiento de la empresa de la Plaza México, que prefirió tirar la toalla a desechar en los tribunales la deshonesta demanda de un grupúsculo animalero y un juez chapucero, obliga a regionalizar, a la brevedad,la fiesta de los toros en los estados con la inteligencia y sensibilidadque faltaron en el coso deInsurgentes.