Ahora sí que no hay di’otra. La multitud impuso su cuantía y la columneta, no obediente, sino sumisa, seguirá la consigna: continuar con las figuraciones que, sobre un hipotético encuentro, de los cinco ex presidentes con el actual primer mandatario, le inspiraron dentro del marco de la mejor buena fe.
Dicen que los ojos son las ventanas del alma y, haciendo a un lado la cursilería de la expresión, hay que reconocer que, refiriéndose al cuerpo, ésta es una verdad científica: ojos sanguinolentos nos denuncian un derrame ocular sin mayores consecuencias, pues éste puede ser originado por un simple estornudo o un pujido cuya causa la columneta se niega a ejemplificar pero que, obviamente, tuvo que haber sido hondo y profundo. Le llamamos, hemorragia subconjuntival o hipostagma. Hay ojos enrojecidos que son de más cuidado, pues son síntoma de alta presión arterial. Y también existen los amarillos, color que surge cuando el cuerpo genera más bilirrubina de la que su hígado puede procesar. Ictericia y hepatitis son palabras mayores, o sea que hay que tratarlas con respeto.
Afortunadamente hay otros ojos menos mal vistos (digámoslo así, para ser coherentes). Por ejemplo, a los que hace referencia el inspirado compositor Nilo Meléndez: “Aquellos ojos verdes de mirada serena”, Y qué decir de la bellísima endecha de ese prodigio del siglo de oro español, Gutierre de Cetina (Sevilla, 1520-1557, Puebla), quien interrogaba a su amada: “Ojos claros, serenos, si de un dulce mirar sois alabados, ¿por qué, si me miráis, miráis airados?” Que perdone Gutierre el uso, como epígrafe, de su verso bellísimo que nada tiene que ver con el texto de nuestra crónica de hoy, como no sea por la interrogante final: ¿por qué si me miráis, miráis airados?
Pues resulta que las miradas que se van a cruzar los interlocutores de las figuraciones que la columneta presenta son airados, y aclaremos que airado significa tener ira, rabia, furia y violencia. La Biblia agrega: lo que expresa cólera, iracundia. Pues todos estos vocablos son apenas un pálido reflejo de los profundos y ocultos sentimientos que permanentemente corroían a nuestros distinguidos personajes y a los que solamente podemos tener acceso merced a los globitos indiscretos que nos exhiben el “otro yo” de cada uno de ellos. Merced al protagonismo del señor Fox, los primeros en obligadamente intercambiar saludos fueron los señores Zedillo y Salinas. Miren, les dijo: ¡Qué gusto de ver juntos a mis dos antecesores! Un gélido y casi inaudible “¡Qué tal!” fue la común respuesta. La cara de la izquierda lanzó su mirada (desde sus ojos de apipisca, ave migratoria, acuática, de ojos muy pequeños y gritos estridentes), que inevitablemente me trajo a la memoria a otros dos de mis clásicos predilectos: Francisco de Quevedo, quien, para descalificar a su enemigo, don Luis de Góngora, le escribió aquello de: “Érase un hombre a una nariz pegado”. No pude dejar de pensar que, si aquel ingenio estuviera vigente, a más de uno se le hubiera ocurrido decir: érase un hombre a unas orejas pegado.
El otro de mis clásicos, Eulalio González Piporro llamó a uno de sus protagonistas Gumaro Sotero, de quien decía: “Tenía éste una mirada de plomo. Te dejaba caer los ojos en la frente y sentías el golpazo en el cogote”. Y muy importante: bastaba tan sólo que Gumaro pusiera su vista sobre la cuenta de la cantina para que los números comenzaran a borrarse, igualito pasó con los números de la partida secreta de la Presidencia durante el sexenio 1988/94. Según la responsable y valiente denuncia que Pablo Gómez presentó desde la tribuna de la Cámara de Diputados, y que dio origen a la imprescindible desaparición de esa vergonzosa e infamante prebenda, monumento a la corrupción legalizada y cuya sola existencia es oprobio y deshonra para los gobiernos que la consintieron y aprovecharon. Pero no les quitemos temas de conversa y controversia a los señores ex presidentes reunidos, como sabemos, con el único objetivo de, con su llamado, hacer inevitable la unidad de todos los mexicanos.
Seguramente a algunos de los lectores este propósito se les antojará un despropósito, una audacia o, mejor, una majadería pero, ¡adelante con los faroles! La mirada antípoda, de la llamada de apipisca, de pronto era inasible: por segundos parecía mansurrona, sorprendida, temerosa y, de golpe se tornaba torva, destilando desprecio y rencores. Las dos miradas eran temibles, veamos cómo se dio el diálogo entre ellas: Ambas, sin miramiento se tiraron a fondo. ¿Quién es el responsable del apocalipsis que padecemos y padeceremos, nosotros y nuestros choznos, llamado Fobraproa? Seguiremos platicando.
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