El espectro de la violencia política volvió a aparecer en Estados Unidos cuando un hombre irrumpió en la residencia de la líder de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, en San Francisco, y agredió con un martillo a su esposo, el empresario e inversionista Paul Pelosi. Pese a que hubo expresiones bipartidistas de consternación y plena condena al ataque, también se dejaron ver la insensibilidad y la impertinencia con declaraciones como la del gobernador republicano de Virginia, Glenn Youngkin, quien afirmó: “No hay lugar para la violencia en ninguna parte, pero la enviaremos de vuelta a California para acompañar a su marido”, en referencia a una derrota demócrata en las elecciones de medio término que se celebrarán dentro de 10 días.
Se trata solamente de la manifestación más concreta de un fenómeno mucho más extendido de atentados o amagos contra la clase política. El año pasado, la policía del Capitolio (sede del Congreso) investigó alrededor de 9 mil 600 amenazas contra legisladores; mientras en 2020 la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) informó haber desmantelado un complot para secuestrar y derrocar a la mandataria demócrata de Michigan, Gretchen Whitmer. Los 13 hombres arrestados por este caso pertenecían a un grupo de “vigilantes” que consideraban una violación a sus derechos las medidas de Whitmer para contener la propagación del covid-19, reclamo que ya había llevado a hombres armados a allanar el Capitolio local. Después de este acto, el entonces presidente Donald Trump tuiteó “Libérate, Michigan”, expresión que se interpretó como espaldarazo a quienes se oponían a las restricciones sanitarias.
Son precisamente estos dos elementos los que vuelven tan amenazante el panorama actual: la proliferación de grupos armados –en su gran mayoría ligados al supremacismo blanco, la xenofobia, la misoginia y toda suerte de teorías de la conspiración– y la ominosa presencia de Trump en su doble papel de cabecilla de los sectores más retardatarios de la sociedad, y de árbitro de las decisiones, repartidor de candidaturas e informal pero indiscutido líder del Partido Republicano. Por supuesto, ambos fenómenos se encuentran entrelazados en términos tanto ideológicos como causales: antes, durante y después de su presidencia (2017-2021), el magnate normalizó y legitimó a todo tipo de organizaciones y grupúsculos de la extrema derecha que reivindican el uso de las armas de fuego como parte de su panoplia de símbolos identitarios y de sus herramientas de intimidación.
En todos los estados donde se dan lides electorales es común (aunque no necesariamente deseable) que los representantes de los bandos en pugna intercambien acusaciones, denostaciones e incluso infundios, y que estas rivalidades cupulares se reflejen en animadversiones entre los votantes de los distintos partidos. Sin embargo, esos roces se tornan peligrosos en un país donde la masiva tenencia de armas de fuego por parte de civiles se conjuga con la presencia de grupos de extrema derecha que las portan a la luz del día y amenazan con usarlas contra quienes discrepan de sus posturas. Por ello, los políticos estadunidenses tendrían que ser particularmente cuidadosos con sus declaraciones y con los colectivos que conforman sus bases de apoyo.
Hasta donde se sabe, el ataque a la residencia Pelosi no tuvo relación con el extremismo de derechas, pero no habría que esperar a una tragedia para tomar medidas que distiendan la crispación partidista y social.