Ciudad de México. Con “una cajita de cenizas” de su tío que era “como un padre”, dos mujeres jóvenes arribaron a uno de los albergues en la Ciudad de México con tristeza. Emprendieron la travesía juntos, pero él falleció de un infarto y ahora decidieron permanecer en el refugio, pues por el momento “no hay esperanza” de continuar.
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“Es doloroso. Se acercó un señor y me dijo si podíamos recibir a las dos chicas, que habían quedado varadas en Oaxaca y sólo estaban esperando los restos de su familiar”, cuenta Magdalena Silva Rentería, religiosa que gestiona el albergue Casa de Acogida y Formación para Mujeres y Familias Migrantes (Cafemin).
Muchos de los migrantes que expulsó Estados Unidos llegan a este lugar no sólo hambrientos, cansados y en busca de techo, sino prácticamente en estado de shock, debido a las penurias que han pasado en ese viaje incierto hacia la frontera norte del país.
Para Sergio –nombre ficticio para proteger su verdadera identidad–, permanecer en México “es la oportunidad más cercana que tengo para empezar de nuevo”. Deportado del vecino país del norte tras el anuncio de la nueva medida migratoria, asegura que no intentará cruzar de nuevo la frontera, pero tampoco es opción regresar a Venezuela.
“Si vuelvo a entrar a Estados Unidos, con los datos que ya me tomaron me pueden arrestar de tres a cinco años y tengo una hija y familia que cuidar”, dice el hombre de 37 años durante un recorrido de La Jornada por las instalaciones de Cafemin, que alberga ya a más de 500 migrantes.
En este recinto se mueven con libertad y pueden dormir sin temor a ser detenidos o molestados, aunque sus rostros reflejan enojo, confusión, frustración y tristeza.
Con la rabia contenida y los ojos llorosos, Sergio cuenta cómo fue maltratado y las humillaciones que tuvo que pasar al ser expulsado, luego de que Washington aplicó el nuevo criterio de asilo.
“Nos montaron a un autobús y nos llevaron a una cárcel, porque eso es lo que era (la estación migratoria). Nos tenían arrestados a unas 50 o 60 personas con candado en una puerta como si estuviéramos presos; nos tiraban al piso”, narra.
Después fueron llevados en un avión a California, hacia un refugio donde sufrieron condiciones similares: “Nos encerraron en un cuarto, comiendo unos panecillos con frijoles todo el día, y cuando pedíamos agua, nos daban un termo y nos pasaban una manguera para llenarlo”.
En ese lugar permaneció cuatro días, siempre esposado de brazos, manos y cintura, dice. Luego fueron entregados a autoridades migratorias mexicanas, quienes lo despojaron de sus pertenencias.
Francelis partió de Venezuela y recorrió junto con su familia más de 4 mil kilómetros en busca “de un mejor futuro”. Parece tranquila mientras se maquilla, pero cuenta que en su país dejó a sus dos hijos. “Mis pequeños me dicen que cuando llegue allá (Estados Unidos) los mande a buscar”, pero mientras esperará en el albergue “a que se calme la situación para ver si podemos seguir avanzando”.