En un reciente artículo en torno al libro Democracy Erodes from the Top: Leaders, Citizens, and the Challenge of Populism in Europe ( La democracia se erosiona desde arriba: Líderes, ciudadanos y el desafío del populismo en Europa), del politólogo Larry Bartels, Sheri Berman afirma (Nueva Sociedad, https://nuso.org) que cualquier aumento en la frustración con la democracia “parece reflejar principalmente la insatisfacción con la situación económica más que reclamos específicamente políticos (…)”.
Si esto es cierto, entonces la insistencia en lo social como punto de partida para reordenar nuestros objetivos no sólo es reclamo necesario, sino fuente legítima de renovación de nuestra política que, hay que subrayar, queremos democrática. Sólo será desde el reconocimiento explícito de los extremos de injusticia y desprotección que nos vulneran que podremos fincar una política renovada para proponer lo que las crisis de la globalización exigen: un auténtico pacto nacional para ampliar la democracia y darle robustez.
Hacerlo, además, bajo el peso “muerto” de las economías del mundo, no será sencillo. Los contextos de adversidad que emanan de una globalidad en crisis, bajo el fuego cruzado de la inflación, el desabasto y la recesión llamando a las puertas, ciertamente determinan y acotan los campos de acción, pero no borran del mapa de referencias el peso específico de las configuraciones nacionales de poder, las capacidades instaladas y los reclamos políticos y sociales.
No sólo estamos ante contingencias ingratas; nuestra situación también obedece a aferramientos y negaciones simplificadoras. Hemos hecho caso omiso del ABC del desarrollo y el crecimiento para seguir privilegiando los criterios más elementales de la estabilidad monetaria y financiera, decisión que ha redundado en sacrificios irracionales como la caída de la inversión pública.
Las consecuencias de esta ecuación han sido una infraestructura cada vez más desdibujada, unas capacidades regionales distorsionadas, una planta de investigación e innovación no sólo desvinculada de la producción, sino en vías de desintegración y abandono. Afrontar estos huecos y omisiones no es sencillo, pero desde una democracia con mirada y enfoque ampliados es posible intentarlo.
Adoptar como gran propósito articulador de la política democrática a la justicia social, a la igualdad como desde hace años lo ha estado insistiendo la Cepal. Los extremos de injusticia distributiva que nos marcan son una vergüenza para el Estado y la democracia, pero también para todos nosotros, ciudadanos siempre en estreno.
Por lo pronto, hay que abrir puertas y ventanas a la deliberación pública sin sesgos ni exclusiones, aceptando y respetando la diversidad de la sociedad, como paso necesario para evitar que la democracia se pierda entre las ambiciones de unos y los descontentos de muchos.