Azar es lo opuesto a la seguridad, a lo predecible y a la comodidad, elementos que han reducido notablemente el misterio de la tauromaquia o arte de lidiar toros, sin perdón de los toreros-marca que medio figuran hace décadas, incapaces de conseguir, ninguno, un verdadero repunte del difamado espectáculo, precisamente por la escasa posibilidad de emociones a partir de un toro desbravado en exceso.
El diestro tlaxcalteca Uriel Moreno El Zapata nació en el municipio de Emiliano Zapata, hace casi 48 años y desde hace 26, en que se convirtió en matador de toros, ha sabido sostener una carrera ejemplar, no sólo por su regularidad, sino por su tenacidad y una clara convicción: dar espectáculo en los tres tercios, sin toros ni alternantes aborrecidos, aunque el sistema taurino continúe marginándolo de carteles al lado de los que figuran como simple precaución de que no les vaya a pegar un repaso a alternantes encumbrados.
La celebración de sus 25 años como matador el año pasado debió ser pospuesta por la pandemia, así que Uriel decidió hacerlo el pasado sábado 15 actuando como único matador ante seis toros de la evitada ganadería de Piedras Negras, que celebraba asimismo los 150 años de su fundación. Envidiosos y exquisitos −aficionados de criterio estrecho que suponen que fuera de Morante no hay salvación− pronosticaron que la plaza Monumental Rodolfo Rodríguez El Pana, de Apizaco, registraría una pobre entrada. La consistente trayectoria torera de El Zapata les tapó la boca y al funcional escenario para 7 mil espectadores poco le faltó para llenarse en su totalidad.
Auténtica fiesta de celebración en la que Uriel Moreno confirmó la madurez de su tauromaquia y su conexión con el público al desplegar variadas suertes en los tres tercios ante seis astados de distinto comportamiento, si bien acusando todos una cualidad que no era característica de Piedras Negras: la fijeza, en el sentido de embestir a los engaños con claridad, sin buscar el bulto ni defenderse, pero exigiendo un sentido preciso de la colocación.
En los dos primeros toros, sin suficiente trapío y escasa transmisión, El Zapata desplegó madurez y oficio, consiguiendo faenas que parecían imposibles, coronadas con estoconazos en todo lo alto, como ocurriría con cinco de los seis bureles. Lo grande vendría con el tercero, alegre y con transmisión, al que recibió con tres largas cambiadas y verónicas, quitó por zapopinas y revolera y dejó tres espléndidos pares en un solo viaje, evitando la intervención de la peonería. La plaza se volvió un manicomio y tras la certera estocada las dos orejas fueron solicitadas y se ordenó arrastre lento a los despojos del bravo y fijo astado.
Decidió Uriel moreno que los siguientes tres toros él si su cuadrilla los lidiarían con la indumentaria charra y el marco musical de un entonado mariachi. Todo fue más emotivo cuando a otro cárdeno muy bien armado le hizo un quite de su creación − zapatinas−, el sobresaliente Alejandro Lima El Mojito colocó un soberbio par y, con el fondo de una bien timbrada voz femenina cantando El Herradero, el celebrante dejó dos precisos pares, el último al quiebro. Otra oreja mereció su faena tras el cuarto volapié consecutivo y con el quinto, el más hecho, dejó un par monumental nuevo citando ahora ¡de rodillas!, otro gran quiebro y un violín dibujado, para bordar otro trasteo reposado y mandón con el que la plaza volvió a enloquecer, reclamando otra merecida oreja. A hombros salieron el ganadero y El Zapata, que dueño de su desbordada y congruente afición, el siguiente miércoles caería herido en la modesta plaza de Tarago, Perú, sufriendo una seria cornada en el rostro. Torear y arrimarse a la vida aunque en el camino se cruce el azar.