Digamos que fui buena, con mi creciente edad a cuestas y con todos y cada uno de mis males personales y que, cuando muera, Dios me llevará al cielo para la eternidad. Ahora bien, una vez que alcanzara el “cielo” para la eternidad, ¿en qué estado quedaré?
¿Con mi edad a cuestas y todos y cada uno de mis males y así permaneceré –¿o viviré?– eternamente? O, quizá, pregunto al “haber merecido la vida eterna” no sólo recuperaré mi juventud y, se sobrentiende, que haya de ser libre de todo mal físico.
Y otra cuestión que me inquieta, suponiendo que al morir hubiera merecido “el cielo”, es saber si “allá” (si existe el “allá”) me voy a encontrar, por fin a Dios, y a todos y cada uno de mis seres queridos que se me han ido adelantando a lo largo de las más de siete décadas que los he sobrevivido. En quienes se me han ido adelantando, en cuanto a mi amada familia, escritores queridos, pintores, artistas, la bailarina Isadora Duncan, filósofos, cineastas, médicos, Celia Jáuregui Tolosa, que fue nuestra nana; es decir, de los cinco hijos que fuimos de mis padres, dos hermanas, las mayores, y tres hermosos y adorados hijos.
Por no mencionar otro cuestionamientos que me hago sobre la más que probable vida eterna que, insisto, supongo que merezco; me pregunto, digo, si allá voy a extrañar a la gente que amo y que habrá quedado acá. Es más, también preguntaría, si me permites, lector querido, si “en el más allá” voy a echar de menos, con dolor, lo que ha sido mi vida de escritora, mi casa, mis objetos queridos. O, por otra parte, si extrañaré mi vida en gran medida de dolor, ilusiones (no siempre perdidas), nostalgia, ansiedad.
Bueno, y digamos que hubiera tenido “enemigos” con quienes no llegué a saldar cuentas (o que no llegué a perdonar en vida), ¿me rencontraré con ellos cuando esté en el cielo, siempre y cuando Dios sea quien me acoja “allá”, en su territorio eterno?
Si divides a la gente entre los que han vivido tranquilos siempre, y los que no, yo, por supuesto, me encuentro entre quienes no. Desde niña he vivido intranquila, por una cosa o por otra; inquieta, angustiada al punto de haber sentido, casi permanentemente, que no puedo respirar, y aun cuando conozco íntimamente que (entre tantos) de los dichos que Augusto Monterroso nos dejó, es que, según sostenía, y sin dar la vuelta de ninguna maliciosa manera: “Hay que ser felices”.
En cuanto al infierno, si se supone que ahí es adonde Dios igualmente lleva a quienes hubieran sido “malos” en vida, pregunto, por lo que hace que a que el infierno permanezca en llamas, quienes van a dar ahí, ¿se queman? Si es que de forma permanente, por lógica se seguiría que, además del griterío considerablemente, comprensiblemente, desesperado, a merced del fuego, ¿se mueren dos veces tarde o temprano, de donde se deduciría los consumiría, ¿no es así? y dada esta circunstancia, ¿qué haría “El Diablo” con la cenizas de los muertos, ¿las devuelve a la Tierra? ¿Son lo que construye, de perdida, la niebla de la Tierra?
Por último, ¿quiénes son los “semiafortunados” que van a dar al purgatorio? Y, así como Dios rige el cielo, y el Diablo es la ley del infierno, ¿quién o quiénes mandan en el purgatorio? ¿El arcángel San Gabriel, o los ángeles en general? En los cuales ni el arcángel, ni el resto de los ángeles, me pregunto, alcanzan ni alcanzarán nunca el cielo. Y una vez que el culpable paga sus culpas, ¿se va al cielo? ¿O su condena es eterna?
En fin, a cuestionamientos como los que he registrado en estas páginas, ¿se debe a que las monjas de la primaria a las que asistí, en un conciliábulo (presidido por el cura que impartía la misa diaria a la cual la alumnas que nos sentíamos obligadas a asistir, el mismo cura que confesaba (tradicional seducción no sé qué tan velada a las alumnas sometidas) el mismo que ponía la hostia sagrada sobre la lengua de cada alumna, sin lavarse las manos entre una impartición de la comunión y la siguiente que impartía), me cuestiono si, debido a los asuntos que expongo, la razón para que yo fuera expulsada, sin oportunidad, una vez “que hubiera sido pagada, documentada y aceptada” por los supremos mandos de la religión católica (¿como, que fuera la culpa, justificada o no, que hubiera sido, e impuesta, por la razón que fuera), me correrían del instituto, sin posibilidad de volver? ¿Es Dios quien determina nuestro destino? Y los culpables, ¿lavan sus culpas?