Josep Borrell es un hombre pegado a la impertinencia. Como la nariz al protagonista del poema de Quevedo, hay exabruptos que preceden y anuncian a la persona, le dan carácter e idiosincrasia propia. El jefe de la diplomacia europea volvió a dar muestras de su incompetencia la semana pasada, al declarar nada más y nada menos que: “Europa es un jardín”, “el resto del mundo es una jungla” y que, “para proteger el jardín, los jardineros tienen que ir a la jungla”.
Uno quisiera dominar el arte del insulto cual argentino, para volcarlo entero sobre este ser que no perdió la ocasión de meter la otra pata en el charco que ya chapoteaba. Negó haber dado un discurso “racista, colonialista o etnicista” y prefirió hacerse el ofendido: “faltaría más que a mi avanzada edad me convirtiera en el defensor de las tesis de los neoconservadores. Hasta ahí podemos llegar”. Hasta ahí y mucho más, de hecho.
La frase del jardín bien podría emplearse para ilustrar de qué se habla cuando se habla de mentalidad colonial e intervencionista. También para mostrar la soberbia y la excesiva autoestima de un continente que, pese a mantener niveles de bienestar envidiables, camina hacia el caos interno y la irrelevancia geopolítica. Pero es que llueve sobre mojado. Estamos hablando del mismo personaje que, como ministro español de Exteriores, opinó que Estados Unidos tiene muy poca historia detrás: “lo único que habían hecho era matar a cuatro indios”.
La lista de agraviados por Borrell es interminable. Durante el proceso soberanista catalán de los últimos años, cuando el PSOE lo desempolvó para confrontar con el independentismo, habló de la necesidad de “desinfectar” Cataluña, en referencia a los secesionistas. La escenificación llegó al punto de que, transmutado en Neymar, Borrell llegó a fingir en el Congreso español haber recibido un escupitajo por parte de un diputado catalán de Esquerra Republicana de Cataluña. Para un buen patriota, servir a España no entiende de vergüenzas.
Eso sí, las gruesas palabras que sin filtro alguno emanan de la boca del locuaz personaje se tornan en finísima piel cuando de recibir se trata. Ni siquiera hace falta criticarle para despertar su ira. Se lo pueden preguntar al atónito periodista de la televisión alemana que Borrell, también como ministro de Exteriores, dejó plantado a mitad de una entrevista porque osó preguntar lo que ningún medio español le había preguntado hasta entonces: ¿Por qué carajo no dejan decidir democráticamente a los catalanes? Sus asesores le recomendaron regresar y acabar el programa. Lo hizo para terminar diciéndole al periodista que debía mejorar sus preguntas en la próxima ocasión.
Presentado el personaje, quizá no esté de más hacer un breve recorrido por la biografía político-económica de un señor que ilustra muy bien el devenir de la élite política surgida al calor de la Transición española. De hecho, a sus 75 años, Borrell es, probablemente, el último de su estirpe. Para empezar, se afilió al PSOE a los 28 años, en el mismo año, 1975, en el que falleció el dictador Franco, algo que ya invita a comenzar a arquear una ceja. Borrell no corrió delante de los grises.
De la política municipal pasó a los altos cargos cuando Felipe González llegó al gobierno en 1982. De puestos secundarios a encabezar ministerios, tan leal a sus superiores como implacable con adversarios y enemigos. Siempre fue un hombre de partido y de Estado, y allí estuvo, arropando al ex ministro José Barrionuevo y su segundo, Rafael Vera, cuando entraron en la cárcel, condenados por el terrorismo de Estado del GAL contra el independentismo vasco.
Pudo tomar las riendas del PSOE en algún momento, pero las corruptelas de un colaborador lo descabalgaron. La lealtad, en cualquier caso, siempre tiene su premio en estas esferas, y como en España saber inglés y francés es equivalente a tener un doctorado en relaciones internacionales, el servicio a Felipe González fue recompensado con la presidencia del Parlamento Europeo en 2004. Le siguió un retiro dorado, gracias a las bien engrasadas puertas giratorias entre las instituciones públicas y las grandes corporaciones. Fue miembro del consejo de administración de la multinacional Abengoa, de la cual llegó a vender acciones poco antes de que perdieran su valor, utilizando información privilegiada, motivo por el cual acabó siendo sancionado. No les importó ni al PSOE ni a Bruselas, y como no se le habían olvidado ni el inglés ni el francés, su papel en el proceso soberanista fue nuevamente premiado con el puesto de alto representante de la Unión Europea, desde donde continúa derrochando diplomacia.
Josep Borrell también es, advertidos quedan, el principal responsable de la contraofensiva que, de forma confesa, prepara la Unión Europea para tratar de contrarrestar el peso creciente de China y Rusia en Latinoamérica a lo largo de 2023, coincidiendo con la presidencia española del Consejo de la UE. Un empeño en el que forma pareja de baile con el actual ministro de Exteriores, José Manuel Albares, integrante de otra estirpe, pero fruto de la misma savia.