Lo que ocurre una primera vez como tragedia suele repetirse como farsa. Entre 1979 y 1990, la primera ministra conservadora Margaret Thatcher encabezó la triunfante embestida neoliberal contra el estado de bienestar, destrozó a los sindicatos e instaló una duradera hegemonía del individualismo extremo, el culto a las corporaciones, el consumismo voraz y la ruptura de la solidaridad social más elemental. Tres décadas después, Liz Truss escaló los peldaños del poder mediante una identificación discursiva e incluso iconográfica con esa deidad del panteón de la ultraderecha, a tal punto que se hizo retratar en poses y escenarios calcados de algunas de las fotografías más famosas de Thatcher, además de imitar su estilo de vestir al presentarse a debates televisados.
Sin embargo, mientras la llamada Dama de Hierro logró imponer su agenda sin reparar en los métodos y arrollar (no pocas veces, con lujo de violencia) a la oposición, Truss se vio obligada a dimitir apenas 45 días después de que la fallecida monarca Isabel II le encargase la formación del gobierno, con lo que se convirtió en la premier más efímera de toda la historia británica. Como sucesora de un adicto al escándalo como Boris Johnson, de Truss se esperaba seriedad y estabilidad para recomponer simultáneamente la credibilidad política de su partido y una economía vapuleada por la inflación, la descontrolada alza de precios de los energéticos y los sobresaltos del Brexit. Pero a sólo 18 días de haber llegado a Downing Street (y con el luto por la muerte de la reina en medio) presentó un paquete fiscal que dinamitó la confianza de los grandes capitales, el ya precario respaldo popular a su mandato y el delicado acuerdo entre sus correligionarios que le había permitido auparse al poder.
Días antes de hacer pública su renuncia, la ex ministra de Justicia y de Exteriores ya había aniquilado su trayectoria política al despedir a su encargado de Finanzas, Kwasi Kwarteng, con quien mantenía una estrecha afinidad ideológica, y aceptar como remplazo a su rival en la carrera por el liderazgo conservador, Jeremy Hunt. A horas de asumir, éste anunció la cancelación de la práctica totalidad del programa económico de Truss en una serie de declaraciones en las que los eufemismos y el lenguaje diplomático no bastaron para disimular la humillación proferida a quien fue calificada por la prensa de primera ministra honoraria por la evidente pérdida de control sobre su propio gabinete.
El más polémico punto del malhadado plan de Truss y Kwarteng para “reactivar” la segunda mayor economía de Europa fue un recorte de impuestos a quienes perciben ingresos superiores a 150 mil libras anuales (alrededor de 3 millones 400 mil pesos). Esta idea enardeció simultáneamente a los mercados (preocupados porque el regalo a los más pudientes desencadenase una nueva crisis de deuda pública) y a los ciudadanos de a pie, quienes se sintieron insultados por tal “estímulo” en momentos en que miles de hogares deben optar entre comprar comida o pagar la factura de la electricidad.
La vertiginosa caída de la oxoniense corrobora la decadencia del Partido Conservador, pero, sobre todo, el nivel de fanatismo y dogmatismo alcanzado por los adeptos del credo neoliberal: se empeñó en aplicar las fórmulas de Von Hayek y sus herederos intelectuales con tanta insensibilidad y ceguera hacia el funcionamiento real de la economía que incluso los omnipotentes “mercados” (es decir, el poder fáctico conformado por los ultrarricos) le dieron la espalda. Truss constituye un ejemplo extremo y, por lo mismo, iluminador, del carácter ideológico del neoliberalismo, y su fracaso supone una llamada de atención para académicos, políticos y formadores de opinión que porfían en defender un modelo caduco, sumamente dañino y a todas luces contraproducente, tanto para las perspectivas económicas de las grandes mayorías como para la supervivencia de las democracias de inspiración occidental.