En la Cuba de los años 50, en plena guerra fría, el vendedor de aspiradoras inglés Jim Wormold fue reclutado por el Foreign Office británico, para tareas de espionaje. La Habana era vista, en aquel entonces, un lugar clave para la estrategia comunista en la región.
Con tal de ganarse un poco de dinero extra, el improvisado agente secreto proporcionó a sus patrocinadores reportes falsos sobre los avances de la subversión en la isla. Lo mismo inventó inexistentes colaboradores que pergeñó fantasiosos informes. Su desparpajo llegó al extremo de, utilizando los planos de una moderna aspiradora que vendía en su tienda, avisar a sus superiores que el gobierno cubano estaba fabricando una poderosa arma de destrucción masiva en las cumbres nevadas de la isla. Para tapar sus embustes, el agente Wormold se vio obligado a fabular mentiras cada vez más grandes.
Aunque parezca absurda, la parodia de los servicios secretos ingleses desarrollada por el extraordinario Graham Greene en su libro Nuestro hombre en La Habana es más común de lo que se cree. Un viejo dirigente del sector progresista la Democracia Cristiana salvadoreña platicaba cómo, al terminar la guerra civil en su país, tuvo acceso a algunos informes de la CIA en que se daba cuenta de su presencia en reuniones a las que nunca asistió. Los espías, simple y llanamente, inventaron su participación en esos encuentros.
En el torrente de documentos que han aflorado en las últimas semanas varios recuerdan la fantasiosa trama de Nuestro hombre en La Habana. Uno, fechado en enero de 2020 (https://bit.ly/3s2NXWi), caricaturiza y falsea la dinámica social y la red de nexos de la Cecop, organización popular guerrerense enclavada en el Acapulco rural, que rechaza la construcción de una presa en el río Papagayo y lucha en defensa de sus recursos naturales y contra la inseguridad pública.
De entrada, el informe confunde el nombre de la organización. Dice que se llama “Consejo Estatal para la Concertación de Obra Pública”, cuando Cecop es acrónimo de Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a la Presa La Parota. Y, encarrerado, sin dar una sola prueba, asegura que su finalidad es “realizar obras ilícitas (cobro de cuota, extorsión, abigeato y privación ilegal de la libertad), aprovechando el poco nivel escolar de las personas que habitan en las comunidades de Cacahuatepec para manipularlos contra el gobierno”.
La Cecop lleva 19 años de resistencia ejemplar. Su más importante triunfo es impedir la construcción de la presa “porque el pueblo no la quiere”. Por lo pronto, sólo falta la firma del presidente López Obrador para cancelar definitamente el megaproyecto del río Papagayo. En abril de 2011, la Fundación Sergio Méndez Arceo le entregó el Premio Nacional de Derechos Humanos. En agosto de 2006, Rodolfo Stavenhagen, relator especial de la ONU sobre Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales de los Indígenas, los reconoció como “un movimiento legítimo en defensa de los derechos humanos fundamentales e hizo varias recomendaciones al Estado mexicano sobre el conflicto que les daba la razón.
Según el informe de la Sedena, en la estructura de la organización, debajo del líder Marco Antonio Suástegui, se encuentran como litigantes, los integrantes del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, el abogado Vidulfo Rosales y el antropólogo Abel Barrera. La trayectoria de Tlachinollan es modélica. Quien desee conocer su historia puede leer Desde el corazón de la Montaña, escrita por Luis Hernández Navarro y Abel Barrera (https://bit.ly/3MFyq8m).
Aunque el documento busca presentar a Vidulfo y a Abel como delincuentes o peligrosos subversivos, ambos son figuras éticamente intachables, profundamente respetadas por movimientos sociales y defensores de las garantías individuales en todo el mundo.
Rosales nació en 1976 en el poblado de Totomixtlahuaca, municipio de Tlacoapa, Guerrero. La región, mayoritariamente me’phaá o tlapaneca, se encuentra lejos de los grandes centros urbanos de la Montaña y la Costa y, durante muchos años, estuvo prácticamente incomunicada. Para llegar desde allí a Tlapa, se requería día y medio, y trasladarse a pie durante seis horas para llegar adonde pasaba el autobús. Él es indígena y está orgulloso de serlo. De la mano de su padre, aprendió a hacer surcos y a sembrar maíz, frijol y calabaza.
En 1990 fue a la preparatoria en Tlapa. Para ganarse la vida, trabajaba en una tienda que vendía pollo en la que no le pagaban salario y lo discriminaban. En Chilpancingo estudió para abogado, mientras lavaba coches y camiones. Desde que terminó su carrera ha puesto desinteresadamente sus conocimientos al servicio de las comunidades.
La lista de premios y reconocimientos nacionales e internacionales de derechos humanos cosechados por Abel Barrera es enorme. Entre muchos, están el Robert F. Kennedy, de Aministía Internacional, el Amalia Solórzano de Cárdenas y el de Conapred.
A Abel lo marcó la injusticia cuando era seminarista en su natal Tlapa, Guerrero, y vio cómo la policía judicial y los soldados bajaban de la Montaña a indígenas amarrados como si fueran animales. Los traían caminando, salvajemente golpeados, con la ropa raída y los pies desnudos y ensangrentados. Algunos de los detenidos ni siquiera llegaban hasta la ciudad: los colgaban en el camino. Desde entonces no ha cejado en su empeño por defender a los más humildes.
Guerrero es laboratorio de la contrainsurgencia. Desde hace décadas Vidulfo y Abel han luchado contra los abusos, la discriminación y la impunidad que ésta ha dejado a su paso, y acompañado la digna resistencia que la enfrenta. Es inadmisible que el regreso de Nuestro hombre en La Habana los criminalice y pretenda desacreditar su trayectoria.
Twitter: @lhan55