El Informe país 2020 presentado por el INE el 14 de octubre no muestra ninguna anomalía de la democracia mexicana, sino su estado habitual: la gran mayoría de los ciudadanos no está representada en la inmensa parafernalia burocrática que la sostiene: partidos políticos, diputados, senadores, el INE mismo; tampoco por el Poder Judicial, ni por un segmento incierto del Poder Ejecutivo. Nada nuevo: la democracia es el lugar y el juego de las élites políticas.
El Occidente capitalista se rige por la democracia liberal. La filosofía política predominante identifica al capitalismo como premisa: no hay otro orden social mejor para realizar los ideales de libertad e igualdad, dos conceptos de la burguesía desde su origen. La aceptación del orden capitalista como el mejor posible fue pelea ganada por esa clase social.
El desarrollo económico es posible debido a la libertad individual para operar la empresa capitalista; las acciones del empresario son, por tanto, una batalla por la emancipación humana y el progreso de la sociedad. Según la cultura jurídica kelseniana, predominante en la actualidad, los órganos políticos, como los estados o las organizaciones internacionales, consisten en el conjunto de normas que los constituyen (Norberto Bobbio). Una revisión de esas normas muestra que todos están protegidos por esas normas, sin exclusiones.
El Estado real –cualquiera de ellos– es un sistema más complejo que el definido por un conjunto de normas jurídicas. Están en primer lugar las fallas para su cumplimiento, debido a prácticas políticas y burocráticas, la corrupción de los tribunales, la trama económica efectiva, el contexto antropológico y cultural, todo lo cual hace a unos “libres” muy distintos que los libres sin comillas.
La doctrina liberal encuentra de modo peculiar una supuesta correspondencia entre derechos naturales y economía capitalista: hace abstracción de que se trata de tal economía. Al hacerlo aparece una serie de libertades del individuo, que no adquiere por ser parte de un grupo social, sino por ser individuo. La libertad de disponer de su cuerpo, la libertad de expresión, de congregarse con quien decida, de defenderse a sí mismo y a sus bienes. Esas libertades no presuponen la sociedad existente, y se definen, por tanto, como naturales (presociales); por ello la constitución liberal las transforma en derechos inviolables, a efecto de preservar la autonomía del individuo frente a la colectividad.
En la lista de los derechos naturales, hay uno que es la guinda: la propiedad. Si los derechos naturales son presociales, ¿por qué está la propiedad ahí? Porque la doctrina dice que la propiedad es el fruto del trabajo autónomo del individuo y sólo es después (de la producción) que se crean relaciones de intercambio económico con otros individuos. Así, aunque parezca extraño, para el liberalismo el productor y el propietario son la misma persona. Si reconociera la producción como un proceso colectivo, se derrumbaría el carácter presocial de la propiedad y, por tanto, su inviolabilidad: pues sí, los bienes de producción son en realidad resultado del proceso de producción. De este modo, para el derecho liberal la libertad consiste en la autodeterminación del individuo sobre las necesidades y los fines de sus acciones y, en el campo de la economía, sobre su participación en el intercambio según su propia voluntad. La igualdad, a su turno, no implica la posesión de la misma cantidad de bienes, sino la igualdad jurídica para contratar y participar en el intercambio.
El sistema de producción e intercambio teorizado por el derecho liberal no corresponde a la realidad capitalista. El hecho real es la separación entre la fuerza de trabajo y los medios de producción, es decir, la separación efectiva entre el propietario y el productor, cuya fusión es premisa necesaria para el liberalismo. De esa premisa depende el carácter “natural” de la propiedad y su inviolabilidad. La libertad y la igualdad liberales son pilares de nuestras constituciones para preservar la realidad capitalista que ahoga al mundo: aunque son pilares de plastilina. No obstante, como advirtió Gramsci, el otro brazo de la dominación para hacer cumplir la ley, es la fuerza del ejército y la policía. Un estado de bienestar digno de ese nombre no puede ser construido sobre bases capitalistas.
Después de la caída del experimento soviético, la democracia se vació de significado; peor aún bajo su grotesca versión neoliberal. Aunque, después de esa caída, advino el triunfo de las clases dominantes: la democracia liberal es el mejor sistema de gobierno (enderezando a Churchill). No es así y, nuevamente, la democracia liberal se agita por su imposibilidad para realizarse. En el más perfecto sistema electoral, son elegidos los miembros del mundo de la democracia de élites, la única existente. Ahí se toman decisiones que no pondrán nunca en cuestión la premisa sobre la que se construyen las ideas ilusorias sobre la libertad y la igualdad: la sociedad capitalista.