En respuesta a una solicitud del gobierno de Haití, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas se apresta a autorizar a ese país una fuerza militar integrada por tropas de varios países. En apoyo a esa idea, el secretario general del organismo internacional, António Guterres, dijo ayer que Haití vive una circunstancia “de pesadilla” por la falta de seguridad, energía y agua potable, en medio de una epidemia de cólera.
Como se sabe, los grupos armados que proliferan en la nación caribeña mantienen el control de extensas regiones, incluida la capital, Puerto Príncipe, y han desatado el terror sobre el resto de la población, a la que impiden el acceso al agua y a los combustibles, además de que la hacen presa de atrocidades de toda suerte.
Es en tal circunstancia desesperada que el muy precario gobierno presidido por Ariel Henry pidió la llegada de un contingente de fuerzas extranjeras para restaurar un mínimo nivel de viabilidad para el país, petición que recibió el respaldo del funcionario de Naciones Unidas y de la Casa Blanca.
Ciertamente la descomposición institucional y social que padece el país caribeño, aunada al impacto de terremotos, huracanes y epidemias, tiene a la mayor parte de la población haitiana en una crisis humanitaria permanente, agravada por la pobreza ancestral. Las pandillas han evolucionado hasta convertirse en cuerpos paramilitares armados, en muchos casos con modernos fusiles de asalto, posiblemente obtenidos de la propia policía o de los “cuerpos de paz” internacionales que han sido desplegados en años recientes en Haití.
En suma, la situación que pesa sobre los haitianos es indiscutiblemente trágica y angustiosa, pero basta echar una mirada a la historia reciente para darse cuenta de que el envío de militares extranjeros no es la solución; en el mejor de los casos no arreglará nada y, en el peor, agravará las condiciones imperantes en el país. Así lo considera el Senado de Puerto Príncipe y lo piensan también miles de personas que han salido a las calles a protestar por una enésima ocupación militar que pareciera inminente.
Baste recordar, como botón de muestra, el saldo negativo del despliegue de cascos azules tras el derrocamiento del presidente Jean-Bertand Aristide en 2004: las tropas comandadas por la ONU –y a las que Brasil aportó el más numeroso contingente– permanecieron en Haití durante 13 años y en ese periodo cometieron diversas atrocidades contra la población civil, particularmente en perjuicio de mujeres y niñas que fueron violadas o prostituidas por los efectivos foráneos.
Para colmo, la epidemia de cólera que actualmente padece la nación caribeña se originó en ese contingente militar extranjero, cuya presencia no contribuyó ni mucho ni poco a la consolidación institucional haitiana y ni siquiera a atenuar el grave problema de seguridad pública. Estados Unidos, América Latina y la Unión Europea tienen una responsabilidad fundamental y mucho que aportar para la superación de la tragedia de Haití, pero no mediante tropas de ocupación.
Es necesario emprender, en cambio, un plan internacional urgente, a fin de atender las necesidades más elementales de alimentación, salud, vivienda, energía, empleo y educación para la población de esa devastada nación que es, paradójicamente, la primera de América Latina que logró su independencia de una potencia europea, en 1804, y desde mediados del siglo antepasado ha sufrido colonialismo, saqueo, golpes de Estado, ocupaciones militares y apoyo externo a grupos oligárquicos locales, acaso como un castigo perdurable por la temprana emancipación que tuvo como protagonista a un pueblo de esclavos insurrectos.