I. Media sombra
Ese hombre que nunca se sabe cuándo va a llegar anuncia su presencia con el melancólico sonido de un acordeón: su eco, el otro hablante de su lengua. El instrumento musical destartalado es la sola compañía que lo sigue durante sus largas jornadas de búsqueda por la ciudad que, para él, no tiene puntos de referencia, ni norte ni sur, y es sólo un laberinto de calles que recorre guiado por el instinto, por la urgencia de sobrevivir.
Ese hombre que nunca se sabe cuándo va a llegar es moreno, más que pequeño, muy delgado, tanto que su cuerpo parece la mitad de un cuerpo, su sombra la mitad de una sombra. Las mitades que faltan quedaron sepultadas en la tierra árida de la que salió huyendo, pero que siempre extraña y sigue amando aunque no le rinda frutos y parezca muerta.
Ese hombre que nunca se sabe cuándo va a llegar tiene un patronímico que aquí nadie pronuncia, una historia de la que él mismo ha empezado a olvidarse, una edad escrita en las muchas líneas que le cruzan la cara. Sí, ese hombre, un día se irá a otra ciudad laberíntica e inabarcable, cargado con su acordeón, su soledad, su hambre y el largo tiempo de los siglos.
II. Confesión
Juro que no lo amenacé con volver a llevarlo al Anexo ni con llamar a la patrulla. Lo hice varias veces y no dio resultado, por eso preferí actuar de otra manera. Sentada allí donde usted se encuentra ahora, me puse a hablarle, a recordarle las cosas que había hecho, sus errores. No piense que lo hice a gritos, con malas palabras o llorando; no, hablé muy tranquila, sin ocultar el desastre en que se habían convertido nuestras vidas: la de él a causa de las drogas y la mía por verlo hecho un guiñapo, ahogándose en el vicio.
Él se quedó callado, como pensando, y aproveché para suplicarle que se esforzara en buscarle una salida al infierno en que estábamos. Recuerdo que le dije también que esta vez no iba a meterme en sus cosas ni a decidir por él: creía que era el momento de que tomara las riendas de su vida, de que hiciera lo que él considerara necesario para ponerle punto final a tantas situaciones espantosas.
Me agité mucho, sentí mareo y me quedé callada. Mientras, él seguía mirándome de una manera muy extraña y sonriendo. De repente, dio media vuelta y fue hacia la puerta. Le pregunté adónde iba y me contestó que a seguir mi consejo, a buscar la forma de salirse para siempre del infierno en que estábamos por su culpa. Fue lo último que me dijo. Volví a verlo más o menos una hora después, en la azotea, donde lo hallé colgado en la jaula. De lejos, su cuerpo parecía una prenda más entre la ropa limpia, húmeda.
Me duele muchísimo que mi muchacho haya tomado esa decisión. De verdad, yo no tuve nada qué ver con eso. Si algo hice fue ser sincera, decir las cosas tal cual habían sido, describirle la forma en que nos estábamos hundiendo sin que yo pudiera evitarlo. De verdad, era algo ya insoportable, y por esa razón le pedí que hiciera cualquier cosa, cualquiera, para abrirnos las puertas del infierno.
III. Un sabio
A la reiterada pregunta que le formulan al Decano, él responde: “Los escasos conocimientos que poseo se los debo a los libros, por supuesto a mis maestros y a mis amigos, pero sobre todo a que tuve el valor de reconocer mi ignorancia. Si me permiten decirlo, creo que esa ha sido mi mayor sabiduría.”
IV. La última meta
Artemio lo quería todo. Desde muy joven trazó una especie de carta de navegación rumbo al éxito. Pensaba que su avidez por conquistarlo iba a ser suficiente para convertir en realidad sus sueños de fortuna y grandeza. Tenía motivos para sentirse tan seguro: otros nacidos en igual desamparo que el suyo lo habían logrado, ¿por qué él no, cuando tenía todo para alcanzar sus propósitos? Inteligencia, personalidad, atractivo físico y un nombre hermoso, digno de las primeras planas.
Obsesionado por alcanzar sus metas, no se dio ni siquiera un minuto para plantearse la eventualidad del fracaso. Por desgracia, lo sufrió, pero no una, sino muchas veces en su vida personal y de trabajo. Las malas experiencias le impidieron valorar todo lo que tenía, le enturbiaron el alma y lo hicieron conocer los peores sentimientos: rencor, envidia, desprecio por todo, hasta por él mismo.
Al paso del tiempo –que no pacta con nadie y muchas veces se alimenta de sueños muertos–, las aspiraciones de Artemio han ido disminuyendo. Hoy son nada más dos: rencontrarse con la muchacha a la que tanto amó y contar con otro día de vida.