“(…) así como la lucha libre me sacó del anonimato, yo creo que le he pagado con creces todo lo que me ha dado, porque no la he dejado morir. Al menos soy una de las bases para que no muera la lucha libre…”
El Perro Aguayo
La familia de Pedro se dedicaba al campo zacatecano y vivía en condiciones de extrema dificultad. Con 16 hijos, sus padres Gabina Damián Puentes y José Santana Aguayo, no pudieron conducir a todos hasta su edad adulta y algunos, como su hermana María, fallecieron en la infancia. Con cuadros lamentables de desnutrición y crudeza laboral por cuidar las milpas, vivieron la transición que paulatinamente transformaría a México de un país rural a uno urbano. Pedro sabía que la única manera de sobrevivir era “tupirle” a lo que diera de comer, sin importar el lugar o el oficio. Con los años, ese joven serio se convertiría en una fuerza demoledora, convocando a miles que lo injuriaban o lo aplaudían como El Perro Aguayo.
Un sobreviviente
La añoranza del campo siempre tuvo en él una visión idílica, pero también heroica. Ningún mal puede venir de la siembra, de los pobres que cultivan, de los indígenas que se afanan en cosechar (se burlaban de él cuando llegó a la ciudad por tener “acento indígena”). En su autobiografía Mi vida: la lucha libre (Edición de autor coescrita con los periodistas Hilario Valenzuela Sánchez y Arturo Olivares Alvarado), el gladiador señalaba: “Porque la gente del campo es muy honesta y preferimos morirnos de hambre, que comernos un taco que no nos pertenece... preferimos morirnos de hambre que delinquir”.
Pedro vivió de todo, empezando por sufrir una mordedura de víbora de cascabel a los cinco años. Sin antídoto ni servicios médicos inmediatos, su madre y su hermana Micaela reaccionaron metiendo la mano mordida en la olla hirviendo del nixtamal. Nadie se explica bien cómo, pero el niño sobrevivió. Llegó a Guadalajara de siete años. Buscó trabajo sin fortuna, hasta que su hermano se colocó en un taller de zapatería, donde el pequeño Pedro comenzó laborando por ocho pesos semanales como asistente de “despuntador”.
Más perro que nadie
Nacido en el Rancho de la Virgen, municipio de Nochistlán, Zacatecas, Pedro tuvo un impacto brutal cuando estuvo en las grandes urbes: de los 5 a los 8 años en Guadalajara, después en la Ciudad de México, y más tarde de regreso en Jalisco. Más de una vez fue golpeado por pandilleros que le pedían dinero para beber o fumar, algo que seguramente influyó para que, siendo una celebridad, fuera de los pocos que se mantuvo lejos de vicios y escándalos. Adolescente persistió en el empleo, hasta encontrarse con el oficio de panadero, en lo que mejor se desenvolvió.
Entrenó boxeo, pero le caló lo que le dijo Apolo Romano, luchador con el que tenía amistad, quien sentenció: “Un boxeador nunca le va a ganar a un luchador”. De cualquier manera, tendría arranque como boxeador amateur en la Ciudad de México, pero en la Perla Tapatía se hizo discípulo del legendario Cuauhtémoc Diablo Velasco, forjador de figuras como El Satánico y Mil Máscaras. Cuando ya era luchador se casó con Luz María Ramírez, con quien tuvo tres hijos: América, Pedro y Primavera. Luz sería su compañera por siempre.
Pedro fue luchador amateur durante 14 años, algo poco común para quienes han llegado al cuadrilátero profesional. Sus continuas llamadas de atención y descalificaciones en el terreno de la lucha grecorromana le ganaron el sobrenombre de Perro, por ser excesivo en la aplicación de llaves y no desprenderse del rival a la primera indicación. El nombre de batalla profesional se quedó con él en sus primeros momentos profesionales en la Arena Oblatos de Guadalajara, bautizado así por Roy Márquez. En la capital del país debutó el 4 de julio de 1971 en la Arena Coliseo.
Contra quien haga falta
Luchando contra Gran Hamada en la arena El Cortijo en 1979, el nipón le aplicó un súplex que le fracturó la séptima cervical. En error absoluto, terminó la lucha. Quedó lesionado y en rehabilitación por 13 meses. Se temió que no volviera a caminar. Sin embargo, entonces, y como siempre, Aguayo se levantó, como lo haría contra malas salidas del encordado, sillazos, topes, martinetes y mucho más. Fue de los luchadores más temidos, pero también de los más lastimados. Fractura de pierna, hospitalización por pérdida de sangre, conmoción cerebral… la lista de lesiones fue larga. Su rostro con cicatrices reflejaba todo el dolor.
Con sus sacos y botas de piel, comúnmente con sombrero de charro, y una estampa impecable de atleta rudo, El Perro Aguayo se volvió uno de los estandartes nacionales para recibir a la baraja internacional que pisaba las arenas de México. Gente como André El Gigante, Abdullah The Butcher, Ricky Choshu o Tatsumi Ring Fujinami, se las veían frecuentemnete con el zacatecano.
Sus rivalidades clásicas con El Santo, Ringo Mendoza, Gran Hamada, Sangre Chicana, El Faraón, Fishman, Konnan, Máscara Año 2000, El Hijo del Santo, Mil Máscaras y, por supuesto, Universo 2000, lo mantuvieron siempre en los planos estelares de todas las empresas, algo que se destaca muy bien en el documental Un México perro, el héroe verdadero, (Rafael Aparicio y Andrés Klímek, 2021), en la que varios de sus contrincantes y aliados dan testimonio de lo que Aguayo ha representado para la lucha libre mexicana. Todo, entrega, profesionalismo, y sin miramiento por dar y recibir candela en el encordado, donde distribuía sus castigos tradicionales como sus patadas dobles, el sentón o la mortífera “lanza zacatecana” desde la tercera cuerda. Su ímpetu juvenil a finales de los años 70 y principios de los 80, fueron parte de lo que preparó el retiro del legendario Santo, El Enmascarado de Plata, después de que ambos luchadores se enfrentaran en mano a mano o combates de campeonato.
La Marcha de Zacatecas
En Tala, Jalisco, fundó una escuela de lucha libre y puso un gimnasio, negocio que continuaría su hijo y se volvería pilar financiero de la familia. En las funciones era presentado con el acompañamiento musical de la Marcha de Zacatecas, con el orgullo de sus raíces que llevó con gallardía por todo el mundo, luchando lo mismo en Japón que en Estados Unidos, Inglaterra, Puerto Rico o Corea. Siempre, en entrevistas, en declaraciones en el ring, hablaba de ayudar a los niños y jóvenes a ser “buenos mexicanos”.
En su lucha contra Universo 2000 en el enfrentamiento estelar de cabelleras en la Arena México en 2001, El Perro vivió exactamente la cara contraria a sus enfrentamientos con El Santo, cuando la leyenda de plata estaba cerca del retiro y Aguayo era figura del momento. Un veterano, aunque siempre aguerrido Can de Nochistlán, no soportó un tremendo martinete que lo envió al hospital con vértebras fracturadas. Nunca volvió a un ring.
Esa tristeza
El deceso de su heredero el 21 de marzo de 2015 ensombreció sus últimos años. El Hijo del Perro Aguayo fue declarado muerto en un hospital, pero en realidad falleció en el ring. La lucha se desarrolló en Tijuana; fue en un movimiento en salida de cuadrilátero que el Perrito sufrió una lesión cervical (triple fractura) de la que no se recuperaría. Ciertos medios y aficionados culpaban a Rey Misterio Jr por el movimiento con que lo impactó para salir del ring y sufrir la lesión mortal. En realidad, fue un accidente. Algo que puede ocurrirle a cualquier atleta que sube a un encordado. Nadie sabe cómo va a bajar de ahí. En un gesto de gran categoría, El Perro Aguayo fue a abrazar a Rey Misterio Jr en el funeral. Insistió a su familia para no caer en el juego amarillista de ciertos medios. Nadie debía culpar al rival de su hijo, pudo ser al revés y pasarle a cualquiera.
Aguayo lo mismo destacó en el Consejo Mundial de Lucha Libre que en Triple A, o en sus facetas como independiente. No obtuvo tantas capuchas en duelos de apuesta, pero le quitó la máscara a dos fundamentales: Máscara Año 2000 y Konnan. Tuvo apariciones esporádicas en el cine, en cintas como Superzán el invencible (Federico Curiel, 1971) y en Tormenta, sangre en la Arena (Julio Aldama Jr., 2004), en la que, en una cantina, recuerda la lucha de campeonato que le ganó a El Santo en la Arena México, evocando glorias con El Texano y Américo Roca.
Al lado de las grandes leyendas que se consagraron en la pantalla cinematográfica, El Perro Aguayo brilló a la altura de cualquiera y, para muchos, sigue siendo el mejor rudo de la historia. Lejos de la atención mediática, falleció en 2019. Tenía 73 años.