Ernest Hemingway aprendió en Cuba que el mejor modo de pasar un huracán es teniendo el oído atento a un radio de baterías y las manos ocupadas con una botella de ron y un martillo para clavetear puertas y ventanas. El escritor estadunidense se apropió de la jerga típica de meteorólogos y pescadores cubanos que hablan de “la mar”, en femenino, y del huracán como demonio o brujo maligno, y que acostumbran decir, cuando una tormenta sale de la isla, que “entró en el canal” o que “cruzó de tierra”.
De los encontronazos con los ciclones y las aguas turbulentas salió esa joya de la literatura que es El viejo y el mar y que hizo exclamar a William Faulkner, otro gigante, que Hemingway había encontrado a Dios.
En una isla ubicada en el cruce de los vientos es imposible no convivir con la cultura del huracán que existe en las Antillas desde las más remotas evidencias de vida, unos 6 mil años antes de Cristo. Fueron los taínos indocubanos quienes dieron nombre al fenómeno y lo dibujaron como una espiral, símbolo rotatorio del viento, que podía encarnar en una serpiente monstruosa capaz de envolver en sus anillos todo universo conocido.
En la realidad y en la mitología, el huracán ha producido por igual “fantasías tremendas”, al decir del más grande novelista cubano, Alejo Carpentier, que se inspiró en el paso del meteoro de 1927 sobre La Habana para escribir algunos pasajes de su novela ¡Écue-Yamba-Ó! La tormenta, escribió Carpentier, produjo el traslado de “casas, intactas, a varios kilómetros de sus cimientos; goletas sacadas del agua, y dejadas en la esquina de una calle; estatuas de granito, decapitadas de un tajo; coches mortuorios, paseados por el viento a lo largo de plazas y avenidas, como guiados por cocheros fantasmas y, para colmo, un riel arrancado de una carrilera, levantado en peso, y lanzado sobre el tronco de una palma real con tal violencia, que quedó encajado en la madera, como los brazos de una cruz”.
No hay grandes diferencias entre esa descripción y lo que hemos vuelto a ver por estos días en Cuba. El huracán Ian dejó tres fallecidos, más de 89 mil viviendas afectadas en la provincia de Pinar del Río, el destrozo de miles de hectáreas de cultivos, cementerios de árboles y de postes del alumbrado público, el país totalmente a oscuras durante horas, y miles de historias que convierten en pálidos relatos cualquier cosa que hayan contado dos genios literarios como Hemingway y Carpentier.
La destrucción puede tener variantes infinitas, pero el huracán es de las pocas cosas que no han cambiado en miles de años para los antillanos. Llámese como se llame y pase con más o menos furia, antiguos y modernos lo han considerado como una criatura viva que va y viene a lo largo del tiempo y que no siempre es cruel. Cuando los excesos no se dan, las aguas y los vientos refrescan el calor del verano y benefician la agricultura, y todos felices.
Sin embargo, esta será la primera vez que un fenómeno natural tan conocido y recurrente pasa por Cuba acompañado de otro de igual o mayor fuerza destructiva, pero creado artificialmente en los nuevos laboratorios digitales y de una maldad que no podían prever los antepasados taínos.
Mientras soplaban en el norte de Pinar del Río rachas de viento superiores a 200 kilómetros por hora, más de 37 mil cuentas en Twitter replicaban la etiqueta #CubaPaLaCalle, con llamamientos a las protestas, el corte de carreteras, el asalto a instituciones de gobierno, el sabotaje y el terrorismo, con instrucciones de cómo preparar bombas caseras y cocteles molotov. Menos de 2 por ciento de los usuarios que se activaron en esta movilización virtual estaban en Cuba. La mayoría de los que llamaban a “calentar” las calles se conectaron a las plataformas tecnológicas estadunidenses desde un cómodo sofá a cientos de kilómetros del país que permanecía a oscuras. Quizás algunos en la isla conservaban su radio de baterías, pero millones de cubanos lo que tenían en la palma de la mano no era la botella de ron hemingwayana, sino un celular conectado a Internet (el país de 11 millones de habitantes tiene 7.5 millones con acceso a las redes).
Hagamos un ejercicio. Imagínate, lector, el panorama: estás angustiado con el aquí y el ahora. No tienes electricidad, ni agua potable. La poca comida que has adquirido con gran dificultad y conservado refrigerada, se arruinará en poco tiempo. No sabes qué ha pasado con tu familia que vive en el occidente, donde los daños son apocalípticos. No tienes idea de cuánto durará esta nueva crisis y la vida cotidiana antes del huracán ya era desesperada con el bloqueo económico de Estados Unidos, la inflación y el desabastecimiento, pero ves en tu móvil que “todo el mundo” (en Internet, claro está) parece que hace y tiene de sobra, mientras miles de vociferantes (y sus robots y sus troles) gritan que el culpable de tu desgracia es el gobierno comunista. Tu única fuente de luz es la pantalla del móvil, que funciona como la alegoría de la caverna de Platón: estás sentado de espaldas a un fuego llameante, mientras entre la hoguera y tú pasan figuras virtuales. Sólo ves los movimientos de sus sombras proyectadas sobre las paredes de la cueva-pantalla, y esas sombras susurran la solución a tu desesperada realidad: #CubaPaLaCalle.
En ningún otro momento de la historia, una minoría emigrada tuvo tanto poder económico, mediático y tecnológico para intentar hundir a su país con sus parientes encima, antes de tenderle una mano en medio de una tragedia nacional. ¿Qué mexicano que vive en Estados Unidos antepone sus diferencias políticas a la ayuda para sus familiares después de un terremoto? ¿Por qué no lo hacen tampoco los salvadoreños o guatemaltecos que viven fuera, ahora que el huracán Julia devastó Centroamérica?
Es inédito e inaudito que puedan llegar en simultáneo el huracán de toda la vida y el huracán de los odios virtuales, pero eso acaba de ocurrir en Cuba. Terrible.