No hay manera de eludir los bandazos de la economía global, menos cuando la nuestra es una abierta al mundo y al mercado. En ella, bajo las órdenes de la doctrina y el poder concentrado, prácticamente todas las operaciones relevantes de las finanzas, el comercio o la inversión foránea se desarrollan con la más amplia libertad y conforme a las nerviosas señales de los mercados.
Las agarraderas nacionales o estatales para poder, o querer según sea el caso, hacer frente a los desajustes mayores de la maquinaria económica que, en muchos casos, tienen origen foráneo o fueron contaminados por las convulsiones del entorno global, suelen ser lentas y poco imaginativas.
Tal vez sea debido a la conciencia que se tiene de la enorme vulnerabilidad, que los augures y sheriffs de la alta finanza o sus delegaciones implantadas por estos lares emiten juicios y recomendaciones en favor de moderaciones, cuya lectura en los salones y corredores del poder de Palacio ha sido de una lentitud persistente en la dinámica económica y unas manipulaciones financieras que repercuten en dicha lentitud.
La economía es separada, cuando no cercenada, de la sociedad cuyos temores se exacerban cuando circunstancias agravadas, como la que estamos mal pasando, se apoderan de escenarios amplificados por los medios masivos y otros mecanismos de manipulación de la opinión y los sentimientos públicos.
Insistir en que nada pasa ni tiene por qué pasar, como suelen hacerlo la Cuarta y su oficial mayor de agitación y propaganda, puede no ser una práctica adecuada cuando las sirenas suenan y el ánimo de millones se mueve y conmueve por rumores ominosos de la recesión y el desempleo.
Preparar a la población para una eventualidad como la referida no es fácil ni es un camino exento de peligros. No sólo de aquellos provenientes del propio complejo económico financiero sino de las muchas y variadas subjetividades que alimentan y riegan temores e inseguridades, inmejorable caldo de cultivo para poner contra las cuerdas a las democracias, irrumpiendo los “llamados de la selva” que suelen atizar convocatorias rupturistas del orden político democrático y la entronización de las peores cataduras autoritarias o dictatoriales. Que, de entrada, son bien recibidas por el respetable, que indemne y resentido piensa que es el ajuste de cuentas “necesario”.
Ante escenarios disruptivos es cuando la democracia se pone en juego como sistema de participación y decisión colectiva, donde es posible procesar y emitir discursos de aliento y confianza en la protección colectiva e institucional que puedan derivar de una ampliación y consolidación de una legitimidad ganada en las urnas. Aquí no se trata, las más de las veces, de elecciones que refresquen los comandos del Estado, sino de una producción sistemática y arriesgada de estrategias bien cimentadas en políticas congruentes y asequibles para el más común de los ciudadanos.
Vivimos, así lo dicen los medios casi a diario y lo ilustran algunos de los mejores pensadores políticos, una crisis mayor de las democracias. La nuestra, sin ser paradigmática ni caso excepcional, muestra varias insuficiencias para llevar a cabo tareas como las sugeridas; junto con la desigualdad social y económica, es el mal gobierno al que la violencia criminal reprueba a diario, el elemento más corrosivo del orden político que implica una multitud de convenciones, arreglos y convicciones de los que en mucho depende la estabilidad de un régimen.
Aquí no estamos cambiando un viejo régimen. Al nuestro, en cansina decadencia, se le abren brechas para que el talante plebeyo se asome a la política y el poder, pero las élites siguen ahí y no parecen dispuestas a dejar sus privilegios. Lo que, por cierto, nadie o muy pocos han pedido en tiempo y forma.
Los legisladores se aconsejan y se van, como en el corrido, las secretarías, con las que el Presidente dice que es suficiente para gobernar, tratan de hacerlo y todos los demás quedamos a la vera de un camino sinuoso y oprimido por la niebla o la tormenta. A la espera de otra oportunidad que, de ser así, tardará en llegar a los que siguen.
El lenguaje sencillo no es pueril, la jerga populachera no es ni política ni popular. Quienes mejor lo saben y entienden son esos mexicanos del pueblo que los del gobierno dicen entender y hasta guiar. Habrá que verlos en movimiento una vez que el chaparrón económico se asiente. Si ocurre.