De los cerros y montañas del valle de México, el Tepetzinco –“cerro chiquito” en náhuatl– era el favorito del rey Nezahualcóyotl. Ahí construyó un recinto para relajarse y, aún más importante que eso, un albarradón que impidió que las aguas de los lagos circundantes al cerro, que para entonces era un islote, se mezclaran. En medio de aquella obra y sobre el Tepetzinco brotan aguas termales cuyas propiedades no pasaron desapercibidos por el Rey Poeta, quien construyó unos baños en los que purificaba su cuerpo y mantenía la mente clara para no confundir a su corazón entre lo que sentía y lo que pensaba, ya que, como a todos nos puede suceder, ello nubla la razón.
Antes de que el rey texcocano pisara el Tepetiznco, éste era ya un lugar cuyo misticismo se remontaba a los orígenes del símbolo que dio pie a la fundación de la gran Tenochtitlan para convertirse en la imagen que representa a todos y cada uno de los mexicanos de todas las épocas. El cerro es lugar de encuentro, batalla y muerte que da vida a la base de la victoria del sol sobre sus enemigos.
Coatlicue, Diosa de la vida y de la muerte, esposa de Mixcóatl y madre de todos –tanto mortales como divinos– barría en penitencia los templos ubicados sobre el cerro Coatepec. Mientras lo hacía, del cielo cayó una bola de plumas color azul resplandeciente; encantada por la belleza de todas ellas, tomó una y la puso en su pecho. Una vez que terminó de barrer, Coatlicue buscó la pluma donde la había dejado, pero no la encontró, ya había entrado en su vientre dejándola embarazada.
La Diosa intentó esconder el embarazo hasta que fue inevitable, momento en el que sus 400 hijos, azuzados por su hermana Coyolxauhqui, tomaron el embarazo de su madre con repudio, como una afrenta, por lo que llenos de ira incontenible decidieron matarla. Cuando se disponían a hacerlo nació su hermano, Huitzilopochtli, armado hasta los dientes y dispuesto a protegerse a él, y a la que desde entonces es, tal vez, la institución más poderosa de México: la madre.
Huitzilopochtli mató a la mayoría de sus hermanos, después los lanzó al cielo para convertirlos en las estrellas. A la instigadora del matricidio, Coyolxauhqui, la desmembró y lanzó su cabeza al cielo para convertirla en la Luna. Pero el Dios que nació de una pluma dejó viva a Malinalxóchitl para desterrarla al lugar que hoy se llama Malinalco, con la intención de que ahí fuera devorada por los alacranes en larga agonía proveniente del veneno que su mezquindad merecía. Algo que no sucedió.
Malinalxóchitl procreó a un hijo, Copili, a quien desde el instante en el que nació convirtió en el sujeto en el que colocó todas sus frustraciones y a quien envenenó en contra de su tío Huitzilopochtli, tanto que al crecer se armó de valor e instrumentos para ir a enfrentarlo. Tío y sobrino pelearon una batalla feroz en el Tepetzinco de la cual Huitzilopochtli resultó vencedor. Una vez que dio fin a la vida de Copilli, el Colibrí Zurdo le arrancó el corazón para lanzarlo con gran fuerza, tanta, que de ahí llegó al sitio en el que hoy se ubica el mercado de la Merced.
Aquel corazón, aún caliente, se hundió en la tierra y, años después, de él brotaron las tunas y el nopal en el que un águila que volaba con su presa en las garras –una serpiente– decidió pararse para devorar su manjar. En ese momento, cuando el águila colocó al animal rastrero en su pico, caminaba sobre la orilla del lago un grupo de nómadas procedentes de Aztlán, que, al ver aquella imagen, se percataron de que era la señal inequívoca de que ahí tendrían que levantar su ciudad para establecerse definitivamente. Años después, una vez que dominaron o se aliaron con los otros pueblos asentados en el valle, la construyeron y llamaron Tenochtitlan. No ha existido ciudad más hermosa y bien planeada en el mundo que aquella.
Hoy, el cerro del Tepetzinco es mejor conocido como El Peñón de los Baños. Sobre el templo mexica que ahí levantó Nezahualcóyotl, los españoles edificaron una capilla en la que, gracias a la resistencia de quienes la construyeron –manos indígenas–, son más contundentes las bendiciones de los dioses prehispánicos que las del que los españoles nos trajeron desde Palestina. Las aguas termales del cerro siguen reconfortando a quien en ellas se sumerja, como hicieron con Moctezuma, Hernán Cortés, Carlota o Alexander von Humboldt. Dese un baño de pueblo del Peñón de los Baños, le aseguro que cuando lo haga, se lo agradecerá.