Fernando escribió que “la unión espiritual es la única forma de lograr integrar las artes en un solo cuerpo”. Aunque hablaba de las expresiones artísticas en un canon cultural más amplio, esta afirmación hoy me conmueve. Él estudió arquitectura, pero una vez que se sintió seguro haciéndolo, de inmediato inició su formación como escultor. Al ejercitar sus aptitudes como proyectista y constructor fomentó el desarrollo de la parte racional de su cerebro. Pero, al trabajar plásticamente con diversos materiales (madera, concreto, acero, piedras diversas) ejercitó la parte sensible de su mismo cerebro.
Nació en la Ciudad de México en 1942. Hijo del abogado y político Jesús González Gallo, vivió en Guadalajara desde 1946, lugar donde se ha realizado lo más importante de su trabajo. A los 17 años inició su carrera en la Escuela de Arquitectura del Instituto Tecnológico de la Universidad de Guadalajara. En 1962 ingresó al taller de escultura de la Escuela de Artes Plásticas que dirigió Olivier Séguin, de quien dijo, fue “el maestro que más me influyó”. Entre 1967 y 1968 asistió a los cursos de estética de Pierre Francastel y de sociología con Jean Cassou en la Sorbona. Su interés en el cálculo de estructuras, que estudió con Silvio Alberti, lo transformaron en promotor y defensor de esa piedra del siglo XX, el concreto armado, que considera “material de gran riqueza, cuyas posibilidades son, sin duda, mayores que sus limitaciones”. De entre sus obras de arquitectura, casi todas en Guadalajara, destacan: el acceso al parque González Gallo (1972) con sus escultóricas “tijeras” equilibradas; la casa invernadero González Silva (1981), que recupera ciertos valores de la habitabilidad virtual y donde reunió una notable colección de cactáceas; el acceso al Cementerio Municipal del Sur (1982), así como el portentoso Centro de Seguridad Pública en la Barranca de Oblatos(1993), desgraciadamente desvirtuado.
Pronto desarrolló su interés por los espacios urbanos. Al aceptar subjetivamente el compromiso profesional con la arquitectura comenzó a oponerse objetivamente y de manera radical a la creciente degeneración del pasaje urbano. Influenciado por las ideas de la planeación estética de la ciudades de su amigo Mathias Goeritz, del “espectador en movimiento”, propuestas por el muralista David Alfaro Siqueiros, y por la elocuente sobriedad de la obra de Luis Barragán, encontró fascinante realizar obras de escultura monumental por las que ha tenido que luchar. “Mis proyectos –comentó– son difíciles de realizar en cualquier parte del mundo: son caros y no sirven para nada en el sentido utilitario del término”. En 1970 abrió su primera exposición individual de escultura urbana en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad e México. Ahí la presentó, bajo el consecuente título de Fracasos monumentales, proyectos concisos. Como escultor ha realizado, entre otras, la Espiga de metro Taxqueña (1969), la Fuente de la hermana agua (1970) y la plaza de la Unidad Administrativa del estado de Jalisco (1973), la fuente y plaza de las Escaleras (1987), en Fuenlabrada, Madrid, y la Columna dislocada, por la cual obtuvo en 1989 el Gran Premio Henry Moore convocado por el Museo al Aire Libre de Hakome, Japón. En 2012 obtuvo el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el rubro de Bellas Artes.
Es un elocuente escritor. De entre sus libros destacan: Ignacio Díaz Morales habla de Luis Barragán (1991); Mathias Goertiz en Guadalajara (1991); La fundación de un sueño: La escuela de arquitectura de Guadalajara (1995); con Louise Noelle tuvimos el gusto de apoyar sus Escritos reunidos (2004); Resumen del fuego, con textos sobre él de un sinnúmero de sus amigos (2013), y Las torres de Ciudad Satélite (2014).
Gran viajero, visitó África infinidad de veces. Durante 1995 y 1996 nos regaló a los escuchas de Radio UNAM un portentoso programa semanal, Cancioncitas, en que nos deleitaba con su conocimiento del tema y raras versiones tradicionales mexicanas. Visitar con él Guadalajara era fantástico. Lo hice en 2004 y en 2013. Nadie conocía como él su ciudad. Como dicen los rancheros de su tierra: “Le tengo mucha ley”, y durante dichas comidas o caminatas nuestro apego se fortaleció. Lo recuerdo feliz, bromista y pícaro el día en que honró al Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura al recibir la Medalla de Bellas Artes en 2015, así como paseando por el jardín escultórico del Museo de Arte Moderno en 2018.
Sin embargo, no creo faltarle al respeto recordándolo hoy como el hipocondriaco que fue. ¿Porqué sus exageraciones obsesivas? ¿Vivía con miedo? ¿Por qué su aprensión? Creo que su cerebro trabajaba a un ritmo doble, el racional y el sensible, como ninguno otro. Por eso me entristecí hace días que recibí la noticia de su afectación y de la ruptura de esa unión espiritual en su cuerpo. Él está aquí y ya no está. Su mente se ha parado. Ya no puede bromear, pero no podemos velarlo ni hablar en pasado. Su cuerpo está vivo, pero ya no está habitado por su inteligencia, por sus dos enormes y tiernos cerebros. Una parte de él se fue, pero aún no podemos guardarle duelo en recuerdo a su alegre amistad.
* El doctor Xavier Guzmán Urbiola es coordinador editorial de la Facultad de Arquitectura de la UNAM