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Cultura

2022-10-09 06:00

David

Foto de Huerta en 1980, tomada de rogeliocuellar.mx
Foto de Huerta en 1980, tomada de rogeliocuellar.mx Foto Rogelio Cuéllar
Periódico La Jornada
domingo 09 de octubre de 2022 , p. 4a

Conocí a David Huerta en la adolescencia, cuando mi familia se instaló en la Segunda Colonia del Periodista. Fuimos, sucesivamente, vecinos, amigos, marido y mujer. Al principio nos unió el amor por la escritura. Los lazos entre nosotros quedaron sellados con el nacimiento de nuestra hija Tania.

Compartimos, así, los años de la adolescencia y la primera parte de la juventud. Alguna tarde, David me mostró un pequeño poema escrito sobre la hoja blanca de un cuadernillo. Ya desde entonces, hablaba de la luz. Celebración del amanecer y el canto de los pájaros. David era un muchacho sonriente, tímido, melancólicamente alegre.

Los Beatles causaban furor entre los jóvenes. Esta admiración condujo a buen número de muchachos a formar grupos de rock y a dejarse el pelo largo para desasosiego de sus padres. David no fue la excepción, a pesar de sus dudas entre las rutas solitarias de la poesía y las rutas en compañía de la música. Se unió a Luis Falcón, Jorge Alarcón, Federico Gómez, habitantes de la colonia, para ensayar en casa de uno u otro. Llegaron a tocar en alguna posada trepados en el techo del cuarto de servicio de mi casa, desde donde tendía la cuerda de una piñata. Como no teníamos edad para que nos dejaran salir de noche, inventamos desayunos al amanecer, a veces todavía de madrugada, para reunirnos alrededor de una fogata y escucharlos tocar lo bastante quedo para no despertar a los vecinos del parque de la colonia.

En 1967, los lazos entre David y yo se estrecharon. Durante un paseo por los Viveros de Coyoacán nos enteramos de la muerte del Che Guevara. Fue la primera vez que la cruda realidad de la Historia se impuso sobre nuestros sentimientos personales. David tenía colgados en las paredes de su recámara, cuyas ventanas daban sobre la calle de Micrós, dos pósters: uno con la cara del Che, otro con los Beatles. Este último tenía escrita una dedicatoria: “Besitos, Mercedes”.

Nos casamos en mayo de 1968 en la iglesia de santa Catarina, en Coyoacán. El rostro de David irradiaba la dicha ese día. Creímos unirnos para toda la vida durante algunos meses. El movimiento estudiantil se impuso. Como las mujeres embarazadas no teníamos derecho a asistir a mítines ni pintas, me vi encerrada en el departamento de Pitágoras, donde vivíamos. Desde sus ventanas podía ver pasar los tanques del Ejército por avenida Universidad. David salía a preparar consignas durante el día y a hacer pintas por las noches.

El Ejército desocupó la universidad y el futuro revivía las esperanzas. El 2 de octubre, después de entregar los resúmenes de libros que hacíamos para Henrique González Casanova en Palacio Nacional, me sentí mareada y David decidió ir solo al mitin en la plaza de las Tres Culturas. Sentí el ambiente enrarecido. La ciudad parecía despoblada. Sin radio ni teléfono, trataba de adivinar qué pasaba mirando avenida Universidad. Hacia las ocho de la noche, Eugenia vino a preguntarme si su hermano había ido al mitin. Terminó por decirme lo inaudito: habían matado. Ya no se trataba de simples arrestos.

David volvió tres horas más tarde. Se asustó al ver mi cara. Preguntó qué pasaba. Las imágenes de la carrera por los corredores de Tlatelolco para escapar a la muerte se habían borrado de su memoria, pero en su ropa, salpicada con la sangre de los muchachos muertos sobre los que saltaban los sobrevivientes, quedaban las huellas de la matanza. David recordaría lo vivido con el paso del tiempo. Tania nació 10 días después y David parecía dichoso.

Lo que pasaba en México me era tan doloroso que me alejé del país. El alejamiento permite ver con otra claridad lo que apesadumbra el corazón y escapa a la mente mientras se está situado demasiado cerca de los movimientos de su propia existencia. El pasado, tan lejos como se halle, es inolvidable. Sus imágenes no pueden borrarse, sobre todo en el momento cuando la muerte los aclara y los ilumina con una luz de aurora o de crepúsculo más conmovedora que cualquier otra luz.

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