El PSOE y Podemos acordaron esta semana en Madrid el anteproyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado. Todo un éxito que, si negocian como es debido con sus socios vascos y catalanes, garantizará un final de legislatura más tranquilo de lo que se auguraba. Son unos presupuestos expansivos, dignos a priori de un gobierno más o menos progresista, que en tiempos de inflación y, probablemente, recesión, elevan el mal llamado gasto social (¿quién dice qué es gasto y qué es inversión?).
Da la impresión de que, pese a todo, quizá algo se aprendió de la crisis financiera y de deuda de 2008: la receta de la austeridad supone dar un paso adelante cuando uno está al borde del abismo. Que se lo digan si no a la ahorradora Alemania, que acaba de presentar un segundo plan de 200 mil millones de euros para capear la crisis energética.
Pero no venimos a hablar de las cuentas públicas españolas, sino de algo más profundo que dejan entrever. El aumento del “gasto social” respecto a los presupuestos de 2022 es de 26 mil 54 millones de euros, de los cuales 19 mil 457 millones corresponden a las pensiones de jubilación. Es decir, tres cuartas partes del aumento se las lleva un sector social muy determinado. En contraste, el aumento para las becas de estudiantes, por ejemplo, apenas crece en 390 millones.
No se trata de criticar una subida de las pensiones acorde a la inflación, a la que los pensionistas tienen todo el derecho, sino de señalar algo más concreto. En el Estado español se acaba de inaugurar un curso político marcado por las elecciones: en mayo hay municipales y autonómicas, y en el último trimestre, elecciones generales. No hay que hacer un derroche de malicia para vincular las citas electorales con el considerable aumento de la pensiones –que otros años los afectados se ven obligados a pelear con uñas y dientes–. La razón es muy sencilla: la gente mayor vota más.
Parece inteligente contentar a un sector electoralmente importante. Probablemente lo sea, pero esta lógica esconde una de las grandes amenazas sobre las menguantes democracias europeas. Si las personas mayores reciben mayores atenciones y recursos por su mayor peso electoral, quiere decir que otros sectores que votan mucho menos, reciben menos. Esto es perverso y peligroso.
Esta diferencia se da en términos generacionales, pero también de clase social y de origen. Elección tras elección se constata que cuanto mayor es la renta, menor es la abstención electoral. En el Estado español, la participación supera ampliamente 80 por ciento en los barrios ricos, mientras en colegios electorales situados en barrios de rentas bajas no llega a 40 por ciento. Está igualmente demostrado que los migrantes votan mucho menos, muchos porque lo tienen vetado y otros muchos porque no se sienten implicados.
Esto desemboca en un círculo vicioso de difícil salida que ha sido reiteradamente señalado por investigadores como Braulio Gómez, de la Universidad de Deusto. Si jóvenes, pobres y migrantes no votan, su “valor electoral” desciende, lo que hace que sus deseos, necesidades y preferencias apenas lleguen a las agendas de los partidos; algo que, a la postre, impide que se vean recogidos en políticas públicas. A su vez, esta desatención a estos sectores desincentiva la participación y allana el camino a cotas de abstención cada vez más grandes. Para qué votar si no me hacen caso. El resultado es una democracia cada vez más restringida, más clientelar y menos representativa.
Normalmente, estas advertencias quedan restringidas a los pocos análisis poselectorales dedicados a la abstención, pero el proyecto de presupuesto español ofrece una ocasión de oro para señalar los efectos de este fenómeno generalizado, por lo menos, en toda Europa.
La izquierda camina desorientada en este viejo continente. De hecho, apenas anda. Una de las razones, quizá, sea mirar a los problemas incorrectos, o desde una óptica equivocada. Cuando la extrema derecha gana las elecciones en Italia, la izquierda corre desbocada a la autoflagelación. Y no falta quien culpa de la victoria neofascista a la propia izquierda, recuperando un mantra recurrente: la base social de la izquierda, la clase trabajadora, está optando por la extrema derecha.
El problema de este análisis, dejando al margen la inutilidad política de la culpa, es que no resiste la prueba empírica. La pérdida de influencia de la izquierda, en general, no se debe a que sus votos vayan a la derecha, sino a que se quedan en casa. Apenas se ha reparado en que la abstención ha marcado un récord nunca visto en Italia. La desilusión y la impotencia han hecho mella, lógicamente, y amplias capas de la población susceptibles de votar a la izquierda se preguntan de qué sirve ir a un colegio electoral a depositar una papeleta. Por contra, recientes victorias latinoamericanas como la de Petro en Colombia o Boric en Chile han venido de la mano de la movilización de la juventud, las mujeres y otros sectores habitualmente desactivados electoralmente.
O se ensanchan los muros de esta menguante democracia representativa o tendremos Melonis para rato.