El escritor Emmanuel Carrère reconoció admirarla por su forma de narrar, en la que mezcla la autobiografía con la historia y la sociología. Para mí, como lectora obsesa de esta autora, el verdadero talento de Annie Ernaux se manifiesta en su capacidad para lograr difuminar las fronteras entre la escritura y la vida, llevando la autoficción hasta los límites de su imaginación, “hasta hacer de mí un ser literario, alguien que vive las cosas como un día deberían escribirse”, declara en Memoria de chica.
La voz construida por Ernaux para relatar las experiencias que la atraviesan como mujer –la maternidad, el aborto, el despertar a la madurez, su relación con el sexo, los hombres o su madre–, pasiones que han moldeado su vida íntima, pero también su escritura, ha conseguido derrotar cada cliché a los que algunos sectores intentaron relegar la literatura femenina, haciendo de lo personal lo político, pero también lo universal, como rezan algunas de sus líneas más celebradas: “El verdadero propósito de mi vida sea éste: que mi cuerpo, mis sensaciones y mis pensamientos se conviertan en escritura; es decir, en algo inteligible y general, y que mi existencia pase a disolverse completamente en la cabeza y en la vida de los otros”.
Como toda mujer valiente que escribe, Ernaux ha sido también señalada de ególatra. Pero, como medicina preventiva a las críticas machistas, sus obras integran poderosos mensajes para que los lectores no caigamos en la trampa de confundir tintes de narcisismo o exhibicionismo con el verdadero sentido que cobra para ella la escritura, la única forma que entiende en el ejercicio de existir, porque “sólo con vivir no me resulta suficiente”.
En una de las tantas confesiones que hace en Perderse, narrada a modo de diario íntimo, la autora escribe: “Yo soy la escritora, la puta, la extranjera, la mujer libre también”. A partir del galardón, Ernaux es, además, la Nobel que con su obra triunfó sobre todos aquellos que condenaron la escritura del yo a una segunda categoría en la literatura.