Como lo vaticinaba desde el año pasado y a lo largo del proceso electoral en este mismo espacio de opinión, y como lo perfilaban todos los estudios demoscópicos acreditados, el icónico luchador social, ex líder sindical y ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva triunfó en las elecciones de primera vuelta este fin de semana en Brasil, derrotando al presidente en funciones Jair Bolsonaro, tras una fallida gestión de la pandemia que dejó 686 mil muertos, un avance sustantivo de la pobreza y el hambre, niveles récord de deforestación en la Amazonia, sospechas de irregularidades y ataques contra las instituciones judiciales y la prensa.
En suma, la destrucción acelerada de las instituciones democráticas, el saqueo y la privatización de los bienes públicos, la corrupción y el enriquecimiento de los dirigentes, así como la exacerbación de la violencia política, racial, clasista y de género, en una atmósfera de impunidad. Pero, sobre todo, en materia económica y social, un indicador impactante: más de la mitad de los brasileños padece o se preocupa en alguna medida por el problema del hambre o cuando menos por la inseguridad alimentaria: 125 millones de personas. Un verdadero retroceso, como resumía la gente en las calles.
En cambio, apoyado en el electorado femenino, los jóvenes, las comunidades originarias y los más pobres, Lula enfocó su campaña en un programa de reconstrucción del país, prometiendo que a ningún brasileño le faltaría “comida en la mesa”. Además, se comprometió a robustecer los programas sociales y a impulsar la protección del medio ambiente. Por eso fue resueltamente apoyado por los deciles de menores ingresos de la sociedad y por los ambientalistas, los líderes indígenas y los defensores de la Amazonia que se oponen al proyecto bolsonarista de deforestar y abrir aún más la selva a los negocios.
Ante la incitación del aún presidente a la violencia y la discriminación de las minorías, comenzando por las comunidades indígenas, Lula siempre sostuvo que en los comicios estaba en juego “la democracia contra el fascismo”.
Lula alcanzó el objetivo que se trazó desde que alcanzó la libertad, el 8 de noviembre de 2019, luego de un proceso penal artificioso y sesgado, cuando anunció que desde ese momento comenzaba, informal pero decididamente, su campaña para seguir luchando por un país de desarrollo compartido, libertades políticas e igualdad social, en el marco doctrinario del laboralismo y la socialdemocracia en que ha militado siempre, y no en uno de exclusión y libre mercado a ultranza como el que lo privó de su libertad personal, y también lo despojó de su derecho político a participar en el proceso electoral del 2018. “No detuvieron a un hombre, intentaron matar una idea y una idea no se mata”, dijo entonces el candidato.
Con un mensaje de civilidad, pero llamando a poner fin a un gobierno oligárquico, racista y de extrema derecha, que tampoco pudo impulsar el crecimiento económico y mucho menos la justicia distributiva, Lula está en la antesalda del poder del gigante de Sudamérica, apoyado en primer lugar por el Partido de los Trabajadores para retomar la agenda social sin menoscabo de la estabilidad financiera, que caracterizó a su primera experiencia de gobierno, de enero de 2003 a diciembre de 2010.
Los electores tenían presente los principales activos de aquellas dos administraciones concatenadas, que modernizaron y abrieron la economía, ampliaron los derechos sociales, institucionalizaron las conquistas laborales y no quebrantaron los equilibrios macroeconómicos. Concretamente, durante ese periodo, alrededor de 30 millones de brasileños salieron del umbral de la pobreza y las clases medias elevaron sustancialmente sus indicadores de calidad de vida, tanto que en su momento varios medios extranjeros eligieron a Lula como personaje del año. Por eso, una política social abiertamente comprometida con los que menos tienen es lo que ahora se espera en Brasil.
De triunfar en la segunda vuelta, en política exterior, se pronostica que retomará el activismo que caracterizó a sus primeras dos administraciones, cuando auspició en la década de 2000 la creación del Unasur, el bloque de países de izquierda de América del Sur, restando presencia y beligerancia a la OEA.
De esta manera, se consolidará el avance de expresiones progresistas de centroizquierda en el subcontinente latinoamericano, una nueva geografía política regional, que desmonta radicalmente el modelo dominante de inspiración neoliberal inspirado en las directrices ideológicas del llamado Consenso de Washington.
De ganar la segunda vuelta, en esta nueva correlación de fuerzas, las seis economías más grandes de América Latina, comenzando por Brasil, estarán ahora gobernadas por presidentes del espectro de la izquierda, con sus propias especificidades, además de otros gobiernos de menores dimensiones geográficas de esta misma orientación política.
En un amplio abanico de opciones que caben en la socialdemocracia y la franja de centroizquierda, un espectro no privativo de algún partido, el neoliberalismo se bate en retirada en el subcontinente latinoamericano.
*Presidente de la Fundación Colosio