Semana horrible. Días de conjeturas y especulaciones; hábitat para los desenfrenados buscadores de poder y sus palafreneros, quienes, obcecados en su tortuosa misión de ajustar cuentas, comprar y vender protección, abusar de versiones para imponer sus torcidas y pretendidamente edulcoradas interpretaciones con mentiras burdas y groseras, no ganan sino para que todos perdamos.
Guardar luto por quienes no tienen nombre ni pueden ser nombrados jóvenes asesinados, es deber primero. Hacer justicia no es truquear procesos. “Fue el Estado”, se grita y pregona, queriendo emular al cura Solalinde, quien tras dar la voz de alarma porque “iban a matar y quemar a los muchachos”, encontró que “había sido el Estado”. Y, subido a ese altar, por ahí deambula. ¿Quién o quiénes ordenaron ese homicidio salvaje y cruel?; ¿cuál el propósito?, preguntas que se pierden en una desmemoria esquiva y confundida. De seguir así podemos intuir que no lo sabremos porque la realidad de Iguala y el grito de Ayotzinapa están sometidos groseramente a la manipulación y el manoseo de una opinión pública estupefacta y horrorizada con los relatos de quienes como De Mauleón o Hope siguen atados al compromiso arcano de la prensa y la información pública, o como Guillermo Sheridan que difunde sus legítimas y bien pensadas dudas sobre la organización estudiantil y el sentido de la enseñanza rural en condiciones dominadas por la pobreza y el abuso de intereses ajenos del todo a causas estudiantiles.
No hay democracia socialmente satisfactoria en una sociedad cruzada por la desigualdad y la pobreza masiva. No puede haberla porque son condiciones excluyentes, divergentes. Algo torvo y espeso estará siempre al acecho para malograr las mejores intenciones; la compra de votos no debería sorprender a nadie en un país donde la mitad de sus habitantes sufre pobreza y más de la mitad de sus trabajadores es “informal”, lo que quiere decir desprotegido, sin acceso a la seguridad social y a la salud pública.
Disonancia cognitiva y colectiva la nuestra, que hemos sido “incapaces” de atender y de encarar realidades tan contundentes de las que ahora con decimales y porcentajes se da cuenta elocuente y poco hacemos para superar y, en lo posible, impedir su reproducción. Paradoja que el pensador Pierre Rosanvallon recupera ( La sociedad de los iguales) de Jacques Bossuet, un teólogo del siglo XVII, quien resumió la paradoja que lleva su nombre apelando a una ironía divina: “Dios se ríe de los seres humanos que se quejan de las consecuencias mientras apoyan lo que las causa”.
Contrastes mayores que desembocan en Iguala con sus mascaradas, enormes y profundas complicidades, difuminadas y mistificadas de nuevo por el griterío, también por palabras “testadas”, término que hemos aprendido en estos horrendos días. Informes van y vienen, avalados o repudiados por profesionales expertos, distantes observadores del imparable declive de un Estado cuyos mandos parecen incapaces de asumir la urgencia de contener la decadencia de los tejidos y los convenios que los sostienen y prestan legitimidad. Con la matanza debajo de todos nosotros, ciegos nos movemos de una abstracción a otra con tal de no afrontar lo que está ante nuestros ojos. Una banda bien pertrechada y dueña del territorio llamado Iguala que recibe órdenes de matar y desaparecer a decenas de jóvenes normalistas.
Desconozco las causas de la obsesión por culpar al Ejército del crimen colectivo, cuando parece que quienes incurrieron en delitos de toda laya pudieron haber sido soldados y mandos del batallón domiciliado en Iguala, lo que no puede extenderse sin más al conjunto del Ejército, ignorando que la criminalidad no tiene límites para desparramar dinero y prebendas, buscando comprometer al más republicano de los policías o servidor público, local o estatal.
Frente a una corrosión que no parece haber terminado, urge recuperar aplomo y compostura ciudadana y que los hombres del Estado admitan y respeten que su ámbito de responsabilidad y de acción está definido con claridad en la Constitución.
Para enfrentar una excrecencia como lo es el crimen organizado trasnacional, no puede haber ocurrencias ni caminos cortos. Estados Unidos debería aceptar unívocamente este carácter y actuar en consecuencia, pero México no puede quedarse a la espera ni hacer imaginaria: la amenaza a la integridad nacional es clara.
La unidad política debe entenderse como condición primera para convocar, con legitimidad y fortaleza, a una unidad nacional democrática y progresista en la que estén todos: partidos, organizaciones, empresas, gobiernos y militares. No hay otro camino. No podemos permitirnos sabotear nuestro futuro.