Es tu culpa que vaya a enviarte un mensaje tan largo, así que no te quejes. Me dijiste que podía recurrir a ti en cualquier momento, confiar y contártelo todo, aun las cosas más absurdas, incómodas o dolorosas, sin riesgo de sufrir una de tus críticas demoledoras, agudas y hasta divertidas, siempre que el blanco sea otro y no yo.
Bien sabes que en los últimos tres años he perdido familiares y a la mayoría de mis amigos, que al dolor de su ausencia se agregó el de no poder acompañarlos en sus últimos momentos ni asistir a sus funerales. Te parecerá absurdo, infantil, que aún no me atreva a borrar sus nombres ni sus números de mis agendas. Durante el tiempo que permanezcan allí pensaré que, en cuanto los llame, oiré su voz y continuaremos nuestras pláticas, con frecuencia interrumpidas por la llegada sorpresiva de alguien, un timbrazo, la eterna prisa y también porque se agotaban los temas de conversación.
Creo que las buenas amistades tienen que soportar la prueba del silencio, así que muchas veces dejábamos de comunicarnos durante semanas y, sin embargo, en cuanto restablecíamos el contacto, de manera espontánea y natural continuábamos nuestra charla sin que el tiempo transcurrido se hubiera convertido en abismo insalvable.
II
Si creyera que tiene algún sentido, hoy llamaría a quienes fueron mis amigos más cercanos para compartir con ellos la mala noticia de que perdí a otro camarada. Tú y don Lorenzo me lo trajeron un domingo, cuando aún era muy pequeño. Entre los tres le elegimos el mejor lugar en la jardinera frente a mi casa.
Cuando al fin se decidió a sembrarlo, don Lorenzo nos contó que había perdido la movilidad de la pierna izquierda a consecuencia de haber caído de lo alto de un ciprés. Ese árbol, abundante en su tierra, llega a vivir hasta quinientos años, nos dijo con orgullo, como si él fuera responsable de semejante longevidad.
Ahora puedo confesarte que el trueno que me regalaste, al principio me pareció poco decorativo y dudaba de que en algún momento pudiera mejorar en algo su aspecto y el de la calle, entonces por completo árida. Mi desconfianza aumentó cuando, durante las primeras semanas, lo vi decaerse, perder algunas hojas. Esos indicios me llevaron a pensar que pronto tendría que darte la mala noticia de su muerte. No te imaginas cuánto me alegra haberme equivocado.
Después, poco a poco y sin ostentación, fue esponjándose en sus ramas, duplicándose en su sombra. Anunció la llegada de la primavera cuando en su follaje brotaron racimos de esferitas verdes que de un momento a otro se convirtieron en ramilletes de diminutas flores perfumadas y blancas, tan abundantes que semejaban una sutil capa de nieve caída sobre el trueno en pleno mes de mayo.
III
Mi árbol permaneció de pie durante toda su vida, alrededor de cuarenta años. Dio refugio a los pájaros, que a cambio le regalaban su canto y, con su dulce aroma, fue la fascinación de las abejas; su tronco fortalecido fue el camino que remontaban las diminutas y huidizas lagartijas con fama de prehistóricas. Mi árbol resistió temblores, contaminación, ráfagas de viento y lluvias torrenciales sin dar nunca muestras de enfermedad o decaimiento, hasta que ocurrió lo inevitable.
Una mañana, al abrir la puerta, lo noté algo inclinado. Al acercarme vi que sus raíces se habían salido de la jardinera y que su follaje se apoyaba sobre los cables que cruzan la calle. Alguien al pasar me dijo: “Tenga cuidado. Ese árbol está a punto de caerse. Es peligroso. Llame rápido para que los de la alcaldía vengan a talarlo.” Comprendí la urgencia de hacerlo y llamé. Al cabo de unos minutos llegó una cuadrilla de trabajadores con cascos y chaquetones negros, equipados con sierras eléctricas para desprender sus ramas y luego seccionar el tronco.
Desde el quicio vi todo el proceso. A él sí lo acompañé hasta el fin mientras sentía un dolor que no puedo explicar. Lo siento ahora que recuerdo cómo, ante la energía de las sierras eléctricas, fueron cayendo las ramas y las hojas, cómo fue mermando la opulencia y la majestad de un árbol que llegó a convertirse en un amigo, en compañero generoso que me dio su sombra, la belleza de su follaje y el milagro de sus flores: una capa de nieve en pleno mes de abril.
IV
A mi árbol lo venció el tiempo, como a todo. El próximo año no estará para anunciar la primavera. Los pájaros se alojarán en otros árboles y las abejas se acercarán a nuevas floraciones. A mí me quedará para siempre su recuerdo: otra sombra generosa.