México se considera un país “megadiverso”, lo que significa que forma parte de un exclusivo grupo de naciones que poseen la mayor diversidad de plantas y animales del planeta; estamos hablando de casi 70 por ciento de la variedad mundial de especies.
Este concepto es distinto al de biodiversidad, ya que la megadiversidad se caracteriza porque debe tener por los menos 5 mil especies endémicas de plantas y diversidad de géneros, familias y ecosistemas, incluyendo marinos y selvas tropicales.
Una probadita de este prodigio la podemos apreciar ahora en el Pabellón Nacional de la Biodiversidad (PNB), que abrió recientemente la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), a cargo del Instituto de Biología.
El proyecto, incluido el espectacular edificio cuyos paneles externos de brillante metal se mueven con el viento, lo donó la Fundación Slim.
Es un complejo de 12 mil metros cuadrados y una infraestructura de tres pisos en la que se albergan las colecciones completas del Instituto de Biología de la UNAM, es único en su tipo al ser un museo y a la vez área de investigación.
Se encuentra en el Centro Cultural Universitario de Ciudad Universitaria y se inauguró justo antes de la pandemia, pero ya reabrió sus puertas y no hay que dejar de visitarlo.
Lo recibe un muro con un alucinante muestrario de insectos y mariposas, mismo lepidóptero que cuelga como cascada sobre la rampa de acceso a los pisos.
El PNB muestra cuatro colecciones biológicas: peces, aves, mamíferos, y anfibios y reptiles –130 mil especímenes en total–, que permiten conocer la biodiversidad mexicana y de otros lugares del mundo.
Hay seis salas de exposiciones permanentes en las que se abordan distintos temas relacionados, como el impacto de las sociedades humanas sobre ella y los puntos de no retorno en los daños al medioambiente y una sala de exposiciones temporales.
En esta última se montó una muestra dedicada a la dendrocronología, disciplina científica que estudia los cambios ambientales registrados en los anillos de crecimiento de los troncos de los árboles.
En otra sala se documenta cuántas especies de plantas, animales y hongos existen en el territorio mexicano y cuáles son los diversos tipos de bioma o paisajes bioclimáticos.
Deslumbra conocer ejemplares de todas las colecciones biológicas: hongos, líquenes, algas, briofitas, plantas vasculares, acuáticas, frutos y semillas, insectos, ácaros, moluscos, crustáceos, helmintos y muchos más.
También, instrumentos que han sido utilizados por los biólogos a lo largo de la historia y algunos equipos que se utilizan en la actualidad.
Impresiona una biblioteca digital con 300 equipos de cómputo y una conectividad de ancho de banda de alta velocidad para que los visitantes consulten contenidos medioambientales.
Las áreas de investigación resguardan las cuatro colecciones nacionales de vertebrados: peces, anfibios y reptiles, aves y mamíferos y la Colección de Maderas.
Y aún hay más: dos laboratorios, uno de secuenciación genómica y otro de biología molecular, que forman parte del Laboratorio Nacional de Biodiversidad. Aquí los investigadores obtienen el ácido desoxirribonucleico (ADN) de organismos y lo comparan con el de otros para entender sus relaciones y los procesos evolutivos que dieron origen a la biodiversidad y la mantienen.
La visita con seguridad va a despertar muchas vocaciones en niños y jóvenes; de verdad se antoja penetrar en ese mundo fascinante.
Ver tantos crustáceos y algas nos inspiró a degustar comida japonesa. Muy cerca, en avenida Universidad 1861, está Taro, uno de los mejores restaurantes de esa gastronomía.
Luminoso y sin pretensión, ofrece platillos auténticos y poco conocidos, como las sopas de udón o soba, que son una comida completa, la primera con fideos gruesos y la segunda delgados y una variedad de ingredientes; mi favorita con hongos y wakame, un tipo de alga.
Ligero y delicioso es el namaharumaki, con verduras y cangrejo envueltos en papel de arroz.
Si prefiere algo más conocido hay sushi, el kushiage, que son las brochetas empanizadas, shabu shabu y el teppanyaki de carne, pescados o mariscos.
De postre los clásico helados de matcha, lichi o frijol negro y el tempura de helado. Novedosos: el pastel de té verde o una tapioca con fruta.