La reciente victoria del posfascismo en Italia −llamemos las cosas por su nombre (véase: Enzo Traverso, The New Faces of Fascism, 2019)− hace pensar en la presencia −los usos y abusos− de la palabra “fascismo” en el espacio público. En cómo algunos tienden (o tendemos) a “sobreusarla”, igual con buenas intenciones, pero a veces como pura descalificación. Y cómo otros −como respecto a Giorgia Meloni− la remueven de manera deliberada de su diccionario. Hillary Clinton viene a la mente: para ella Trump era “un Hitler”, pero la nueva premier de Italia que abiertamente alaba a Mussolini y “todo lo bueno que ha hecho para Italia” o que prometía que después de su victoria “todos nosotros (los fascistas italianos) finalmente podremos ‘ser nosotros mismos’ y saludarnos sin pena con el saludo fascista”, no es una “fascista” ni representa un retroceso en Italia a −¡exactamente!− 100 años de la Marcha a Roma (sic), sino que es “una cosa muy buena”. Digo, no es que hay que esperar mucho de esta representante del corporativismo neoliberal y del “feminismo de uno por ciento” que le abrió el camino al propio posfascismo trumpista, pero un poco de contacto con la realidad no estaría demás.
George Orwell, que localizaba las raíces del caos político de sus días −el auge del fascismo en los años 20/30− entre otros en “la erosión del lenguaje”, anotaba en un lugar, incluso antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial, que la palabra “fascismo” ya no significaba nada a causa de su sobreuso y que ya era “puro insulto” (aunque precisaba que si bien había problemas con este término, el fascismo continuaba siendo “un sistema político y económico real”). En el espíritu parecido, frente a la reciente epidemia de su uso Slavoj Zizek subrayaba que éste se volvió el término “perezoso” para todo lo peligroso que aparecía en la política y con lo que no sabíamos qué hacer: “una palabra vacía sin significado que servía para denominar lo que no nos gusta”.
Llama la atención que esta reaparición −el “fascismo”, un concepto por cierto debatible entre los propios especialistas, fue, por ejemplo, la palabra del año del diccionario Merriam-Webster, en 2016− que llegó al grado de saturación, banalización y vaciamiento del sentido siempre cuando carecía de una firme base teórica y cuando acababa abarcando cualquier expresión política de la derecha −algo que se le reprochaba incluso a sus estudiosos, tan eminentes como Zeev Sternhell, y que hoy se puede decir de algunos de los representantes de esta “saturación”, como Jason Stanley, que se fijan sólo en el uso del lenguaje y la retórica política de la derecha, ignorando el análisis de su base social o estructura− tenía lugar tras décadas de olvido: la palabra “fascismo” está sospechosamente ausente en Keywords (1976), de Raymond Williams, uno de los más importantes estudios sobre los conceptos que dan forma a nuestra cotidianidad.
Otro representante de esta “saturación” −que en sí misma nos hace un flaco favor político− es Timothy Snyder, el sonado historiador de Holocausto y en su momento uno de los principales “analogizadores” de Trump a Hitler y al fascismo ( On Tyrrany, 2017), que en contexto de la guerra en Ucrania viene fustigando a Putin por el uso/abuso de conceptos como el “nazismo” −una, en efecto, falsa justificación para la invasión− acusándolo de querer “destruir estos conceptos y desproveerlos de cualquier significado” para “aniquilar la memoria de la Segunda Guerra Mundial y las lecciones que podríamos sacar de ella”. No obstante, de manera paralela el mismo, de modo poco convincente, tilda al régimen putinista de “fascista” trasladando al campo teórico un popular en Ucrania juego de palabras “Rusia + fascismo = ‘ruscismo’” haciéndolo todo con claros fines políticos y más con base en sus opiniones personales y emociones que como fruto del estudio de la verdadera anatomía del putinismo. Con esto no sólo va en contra del análisis de otros estudiosos del fascismo como, por ejemplo, Federico Finchelstein, que rehúyen a ver en Rusia un “régimen fascista”, sino anteponiendo sus opiniones y emociones −algo que en su momento fustigaba el propio Orwell en el uso de “fascismo”− gravita peligrosamente a lo que algunos llaman “la historia de la posverdad” (Marius Gudonis y Benjamin T. Jones [ed.], History in a Post-Truth World, 2021).
Regresando a Italia, Marco D’Eramo reseñando el libro de Victoria de Grazia The Perfect Fascist (2021) −historiadora que en su momento dudaba de hecho si la palabra “fascismo” aplicaba bien a Trump− apuntaba que hay ciertas palabras que le hacen sentir a uno que pertenece a otro tiempo: “uno cree que está en casa en el presente, pero luego se ve obligado a pensar de nuevo”. Para él, para quien toda la vida el peor insulto era “fascista” o facho, una de estas palabras era “antifa”, convertida últimamente en el insulto −sinónimo de “terrorista de izquierda”− por Trump. Así la generación de D’Eramo que, como él apuntaba, creció en una “república construida sobre el antifascismo” −el triunfalismo bastante engañoso que reinó en toda Europa post-1945 y que hizo por ejemplo a que Williams no incluyera “fascismo” en su diccionario−, llegó a ver la perversión del término “antifa”, la banalización del “fascismo” en lo político y finalmente su regreso por la puerta grande de la democracia. Así la victoria de Meloni es un llamado a recuperar tanto la palabra “fascismo” −y bien: mediante su debida historización y análisis riguroso−, como la de “antifa”, que antes de que fuera pervertida por los posfascistas fue abandonada por la propia izquierda (E. Traverso, Left-Wing Melancholia, 2016). Los resultados no eran difíciles de prever.