La muerte de Mahsa Amini, una mujer arrestada por la “policía de la moralidad” en Irán a causa de una mecha de cabellos que escapaban del fular que, según los agentes, llevaba mal puesto, ha desencadenado una verdadera ola de protestas de las mujeres iraníes desatando, al mismo tiempo, una rebelión contra la imposición obligatoria del velo.
Mientras las iraníes se descubren la cabellera en las calles de Teherán corriendo los riesgos de la represión policiaca y exigen que el uso del velo sea libre y no forzado, en Francia, donde la tradición de las pasiones políticas enfrenta a los adversarios a veces con violencia, esta rebelión iraní arrecia el debate entre defensores del fular en nombre de la libertad de decisión de las mujeres y quienes, al contrario, ven en él un símbolo de la sumisión femenina y un acto de propaganda islamista. Ya hace tiempo, las autoridades francesas prohibieron su uso en el interior de instituciones republicanas como las escuelas o las oficinas públicas. Algunos alcaldes, sin embargo, prefirieron autorizarlo incluso en las albercas, dando lugar a la grotesca mezcla de mujeres cubiertas con túnicas en las piscinas al lado de muchachas en muy pequeños trajes de baño. Algunos grupos de feministas consideran que debe respetarse su uso en cualquier lugar alegando que se trata de un acto voluntario.
En 2004, cuando varias jóvenes se presentaron en las escuelas con el fular en la cabeza, invocando, para justificar su conducta, los preceptos del Corán, se desató un polémico debate que agitó la clase política y concluyó con una ley votada por la Asamblea Nacional para prohibir el porte de todo signo religioso: cruz, kipá o velo musulmán. En la época, Regis Debray intervino con la publicación de un ensayo titulado Lo que vela el velo, en el que analizaba la guerra subterránea para imponer en Francia las costumbres islámicas.
El debate no terminó. Al contrario, se ha extendido de forma insidiosa a otras costumbres de la sociedad francesa. A tal extremo que, ahora, se habla de los “territorios perdidos” de la república, donde la ley es impuesta por una especial lectura del Corán por parte de extremistas musulmanes, para no decir francamente islamistas. Ya hace varios años, Michel Houellebecq publicaba su novela Sumisión, en la que puso en escena la conquista del territorio francés por medio del apoderamiento de la educación nacional. Este autor fue, entonces, tratado de profeta cuando en realidad sólo describía una situación ya existente.
En la actualidad, la polémica se ha agudizado y divide en dos campos a quienes se declaran feministas. Elisabeth Badinter, esposa del antiguo ministro de Mitterrand que abolió la pena de muerte, y quien se reivindica a sí misma resueltamente feminista, reprocha a las neofeministas francesas no acudir en auxilio de las iraníes perseguidas. Algunas de estas militantes neofeministas limitan su acción a denunciar el patriarcado que encarna, a su parecer, el hombre blanco, negándose a ver lo que sucede en otras regiones del planeta, así como en su propio país.
Esta polémica no es sino una de las numerosas batallas que dividen a los franceses, siempre dispuestos a la disputa, en ocasiones sangrienta, como durante la revolución de 1789 que abolió la monarquía y dios lugar al Terror, donde los revolucionarios más determinados, Danton, Robespierre y tantos otros, fueron a su vez guillotinados después de haber enviado a la guillotina a sus adversarios. La pasión conduce con rapidez a la locura mortífera y el debate, acto civilizado, se convierte en la primera víctima de esta pasión. Que se reivindiquen de izquierda o de derecha, algunos oradores llaman, sin darse cuenta, a la violencia, al ajuste de cuentas, cuando no a la guerra civil. Sería tiempo de volver a la razón, si aún puede esperarse que los seres humanos estén dotados de razón y no “necesariamente locos”, tal como lo escribió Blaise Pascal.