Soy fundador de Morena, formé parte del primer comité nacional del partido y antes, busqué en el estado de Nuevo León ciudadanos para formar parte del movimiento denominado “gobierno legítimo”, encabezado por Andrés Manuel López Obrador (AMLO). No era un novato: ingresé al PAN a mediados de los 60, ocupé la secretaría general del partido al lado del presidente nacional José Ángel Conchello. Aprendí a trabajar sin recursos, a recorrer calles, plazas y mercados, repartiendo volantes, folletos y el histórico periódico chispeante y ameno, de tiraje masivo, formato tabloide, con el sugestivo nombre de Batalla.
Aprendí a ser ciudadano; son de ese tiempo las principales bases doctrinarias que daban sentido a nuestra militancia. Entendí el concepto de bien común; no es la suma de los bienes particulares, sino algo mucho más conceptual y profundo. El bien común es el conjunto de circunstancias y características de la sociedad, que permiten a todas las personas desarrollarse plenamente como ciudadanos, en lo político, lo económico, lo social y lo cultural. Entendí entonces que el bien común tiene primacía sobre los intereses personales, de grupo, de facción o de clase.
Milité durante más de 20 años en el PAN y me separé, no sin tristeza, con un grupo de compañeros del llamado Foro Doctrinario y Democrático, en protesta por el asalto de los empresarios al partido, los cuales, después de la expropiación de la banca y roto su pacto con el PRI, buscaban espacios para defender sus intereses; la separación también se debió a que la dirigencia de entonces, pactó con Carlos Salinas y surgió ese ser amorfo que Manú Dornbierer denominó PRIAN.
Como integrante del foro fui candidato externo a diputado del PRD, llegué con ese carácter a la Cámara de Diputados y luego, fui invitado a integrarme como procurador general de Justicia al gobierno capitalino encabezado por López Obrador. Cumplí mi encargo y también asistí a las concentraciones contra el desafuero y participé, en incontables marchas y actos políticos, sin abandonar mis convicciones de democracia, respeto a la dignidad de la persona y, por tanto, a los derechos humanos, ni la certeza de que es indispensable buscar una mejor distribución de la riqueza, la justicia social.
Cuando se fundó Morena, no tuve inconveniente en formar parte de este partido al que llevé experiencia y convicciones. También me acompañó la decepción de haber visto cómo mi antiguo partido, en lugar de influir en la política para cambiar estilo y prácticas, se dejó envolver por el ambiente que el PRI había impuesto durante ocho décadas.
Hace unos días, asistí como invitado especial al tercer Congreso Nacional Ordinario de Morena y, entre bromas y veras, comenté con algunos compañeros que me encontraba ahí como observador imparcial; uno de ellos, que ocupa un cargo en el gobierno, me aclaró que no había imparciales, somos o no somos. Acepto que tuvo razón, pero he reflexionado que lo dicho, tiene una causa: Morena, en mi opinión, se está pareciendo demasiado al antiguo partido oficial, no en cuanto a principios, sí en algunas prácticas que otros militantes han señalado, entre ellas, acarreo y compra de votos.
Defino mi posición; creo que debemos tener sumo cuidado en no caer en los errores cometidos por otros partidos que se mimetizaron con el sistema sin lograr un cambio profundo en prácticas y estilos; no es la primera vez que lo digo bajo mi firma.
El 4 de septiembre de 2017, La Jornada publicó mi artículo “Morena: luces ámbar”; me referí entonces a las declaraciones de un diputado priísta de Nuevo León, cuyo nombre no viene al caso, quien dijo al periódico El Norte, más o menos lo siguiente: que fue 30 años priísta, luego estuvo en la bancada del PT y que “el proyecto de Morena, está siendo construido por la élite empresarial”; afirmó también que empezó pláticas, que lo trataron bien, que con el PRI no es un pleito, no es una bronca, es sólo que toma un camino distinto y agregó que en su antiguo partido nada hicieron por retenerlo y que en Morena podría contender por una diputación, una senaduría o una alcaldía.
En otra ocasión, con motivo de un Informe de gobierno de Miguel Ángel Mancera, escribí que el acto se parecía mucho –por su parafernalia, sus invitados, los sonoros abrazos que se daban algunos asistentes, por la presencia de artistas para entretener al respetable público– a una celebración del viejo partido oficial.
La política, se ha dicho con toda razón, es un equilibrio entre principios y resultados; a veces es necesario el pragmatismo, de nada sirven los principios, si no se alcanza el poder. Pero, lo más grave que puede suceder es que por alcanzar el poder abandonemos los principios. Nuestra obligación es organizar el partido sin imitar al que tanto combatimos y sin sacrificar nunca nuestras convicciones. Eso, creo, de eso se trata; no habrá transformación si volvemos a lo mismo.