Wole Soyinka, primer africano en obtener un Premio Nobel de Literatura, en 1986, estuvo en México, asistió al Hay Festival Querétaro a principio de este mes, que reunió a literatos y artistas de varias regiones del mundo.
Este hombre que lleva en sí las mejores tradiciones de la cultura del continente africano y que está del lado de las causas justas, que escribe en las lenguas de sus antepasados y en inglés, el idioma impuesto a su pueblo por el colonialismo, pero que le ha servido para comunicarse, mundialmente es considerado el más importante escritor vivo de África.
Nacido en Abeokuta, Nigeria occidental, el 13 de julio de 1934, luego de graduarse en el Colegio Gubernamental de Ibadan, se doctoró en la Universidad de Leeds. Su larga estancia en Londres en los años 50 le permitió escribir piezas dramáticas para el teatro de la Corte Real y artículos para el Times. Dramaturgo, actor, poeta, narrador, crítico músico, promotor cultural, lejos de ser asimilado por la cultura occidental o plegarse al gran dinero, reafirmó sus raíces y proclamó desde el extranjero la riqueza de la mitología yoruba. Fundó la revista Black Orpheus, el grupo dramático Mask y más tarde la compañía Orsun Theatre.
En 1967, año en que se publicó su obra seminal Idanre, y otros poemas, fue acusado de conspirar contra el gobierno militar y sometido a prisión, lo que desató una protesta internacional. Pasó cerca de dos años en la cárcel política y de esa experiencia publicó su segundo poemario, en 1969.
Recuerdo que cuando estuve en Cuba, en enero de 2001, coincidí con su presencia en la isla y acudí a la investidura de doctor honoris causa con la que la Universidad de La Habana le honró. Era la primera vez que lo veía. Escuché su discurso y días después tuve oportunidad de platicar brevemente con él en una recepción que se le brindaba en Casa de las Américas. Soyinka era atendido por la intelectualidad cubana como el gran personaje que es. Se hablaba con pasión de su obra literaria, de su dramaturgia y de su poesía, “la más original y luminosa del continente africano”.
Yo había adquirido un libro compilatorio de algunos de sus textos que incluía las obras para teatro Una danza en el bosque, El león y la joya y La metamorfosis de Jero, traducidas por Ester Pérez y Roberto Blanco, publicado por Arte y Literatura. Estaba, pues, un poco enterado de su trabajo y de quién era, lo que me permitió establecer el corto diálogo.
“Tengo gran admiración por Octavio Paz”, me dijo de entrada al saber mi procedencia. “México es un país que posee una riqueza cultural e histórica gracias al papel de los artistas, escritores y pueblos autóctonos que tendrían que ser más abordados”.
Habló del conocimiento que tenía acerca de los creadores mexicanos, con los que, señaló, “hay cierto paralelismo con mi obra”; de lo que le significó el Nobel de Literatura, que le hizo ser un referente de la literatura africana (“una posición incómoda, porque no lo soy”), y especificó que cualquiera de las obras escritas por él, aunque estén en inglés, “son profundamente yorubas”. ¿Una dicotomía resuelta?
“Un escritor es, ante todo, lo que come, y el nutriente primario que he tenido ha sido la cultura yoruba. Pero es inevitable, como también somos otras culturas y otras literaturas, que esto entre y ejerza influencia en mi obra. No creo que exista un artista totalmente puro en el mundo contemporáneo, pues está sujeto a las numerosas influencias de otras sociedades. Todo lo que recibe del exterior un músico, pintor, escultor o escritor entra en la obra que crea.”
Acerca de su relación con las religiones yorubas me dijo no ser un creyente, pero sí cercano a sus festividades, a las tradiciones cultivadas por su pueblo. “Soy yoruba; nací yoruba”, enfatizó con orgullo. “Ante todo, mi nombre completo quiere decir ‘aquel que está rodeado de brujos’. Por eso, un día, cuando era pequeño, mi abuelo, quien era muy perceptivo, me dijo que yo estaba protegido por Oggún, dios de la metalurgia, la lírica y la creatividad. Le creí. Además, me resulta muy conveniente aceptar a Oggún, porque cuando algo anda mal tengo a quien echarle la culpa”.
Me encontré de nuevo a Soyinka en Xalapa, Veracruz, en octubre de 2012, durante una edición del Hay Festival. Con el cabello completamente cano, su porte altivo y su mirada profunda, dando la impresión de un sabio que contempla la vida con filosofía y realidad. En esa ocasión habló ante un abarrotado auditorio sobre derechos humanos y la situación de África, de la que dijo, aparte de las cuestiones tribales, tiene mucho que ver Europa.
Lo vi ahora en Querétaro, presentando su libro más reciente, el muy recomendable Crónicas desde el país de la gente más feliz de la tierra (Sexto Piso). Lo saludé. Me dio mucho gusto verlo. La madurez, los lauros, la fama, no han puesto en segundo lugar su lucha por un mundo donde reine la justicia social. Me habló de lo “inconsciente y peligrosa” de la guerra planteada por Rusia y de la situación de violencia que se vive en algunas regiones de México. “Espero que esas situaciones de violencia no se normalicen. La vida no puede ser así”, reflexionó.