De los miles o al menos centenares de dichos o expresiones estricta y deliciosamente mexicanas, contenidas sin duda en Picardía mexicana, que de momento no encuentro en mi ordenada y clasificada biblioteca personal, suelo recurrir en tiempos recientes; es decir, ahora, aun cuando hace ya casi un año de mi circunstancia, perdí a mi pareja y, por más que me sigo parando frente a la puerta de mi casa en espera (vana) de que aparezca y pase y aquí se quede para siempre conmigo, “ando como alma en pena”. Es la verdad pues, que desde entonces, sin él, “no me hallo”.
Aunque parezca difícil de creer, hay amigos bien intencionados que pretenden reconfortarme al asegurarme, lo que no sé cómo pero lo justificarían, que mi dolor “no cayó en el mar”, como si de alguna para mí inimaginable manera, algún consuelo pudiera resultar de mi pérdida. Por el estilo, es la frase que asimismo me dicen y me repiten: “No hay mal que por bien no venga”, que, por más reflexiones que aplico no encuentro el bien que vendría del mal que padezco, creo, la verdad, que en definitiva sin remedio.
Por ejemplo, si bien de otro tipo, sé que presté mi ejemplar de Picardía mexicana, mismo que me regaló la nana, gran lectora, tanto de mi distante infancia como de la distante infancia de mis hermanos, nuestra nana de toda la vida, y que, con un sensible recuerdo, busco una y otra vez y no encuentro, es cuando, una voz más sarcástica que bien intencionada, me insiste al oído: “Tonto el que presta un libro y más tonto el que lo devuelve” (lo que cito en el remoto caso de aquellos a quienes, por tonta, presté un libro, me lo devolvieran). ¡Qué feliz me harían!, por más que dudo que, aun en el más que remoto caso de que leyeran estas líneas, se darían cuenta de que a ellos, precisamente, las dedico; aun si hacerlo me delatara como tonta, por más que no sería, para mí, ninguna novedad que me lo señalaran, pues tonta he sido siempre y así es cómo lo he sentido. ¡Ay, quisiera tanto que la sabiduría del español de México no punzara mi recuerdo al recordarme este (acertado) dicho suyo!
Y cada vez que en estas oportunidades pido a alguna amiga de toda la vida y bien querida por mí, que me señala y me asegura que me ve cansada y triste que se pusiera en mi lugar, lo que sucede es que su intervención retumba en mis oídos, pues me asegura que, al yo encontrarme como sé que estoy, es decir, atreverme a prácticamente exigir de mis amistadas semejante consuelo, “soy una limosnera con garrote”. ¡Ay!, insisto; ¡ay!
En una reunión entre compañeros de la lejana preparatoria me fue inevitable hablar de lo extrañada que me sentía cuando (sin tampoco negar que de veras quería estudiar siquiatría), y supongo que no por otra razón sino para fingir que mi afición a la visita de enfermos siquiátricos en un hospital siquiátrico me hacía sentirme cómoda y reconfortada, se reían de mí y me aseguraban: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. ¡Qué razón tenían, sin ser necesariamente más honestos y profundos que yo!
Sólo que de ninguna manera me habría parecido ni sincero ni mañoso, sino maldad, si lo que hubieran pensado de mí hubiera sido: “Estás hecha una piltrafa”.
“Del dicho al hecho no hay más que un trecho”, en efecto. Hoy me parece innegable, al tener que admitir que mis deseos de estudiar siquiatría eran sinceros, una profesión para la cual tampoco podría ocultar que estaba completamente desencaminada, no tanto debido a mi propia propensión hacia la fantasía, mucho más, ciertamente, que a la realidad, que si me hubieran querido llamar “loca” mejor hubieran hecho al asegurarme: “A quien le quede el saco, que se lo ponga”, que en el fondo de los fondos ese preciso saco ha sido para mí siempre una especie de más que certera “segunda naturaleza”.
Estaría “a mis anchas”, si me “doraran la píldora” y, sin mayor rodeo, a la cara me señalaran, sin ninguna maña, que “más vale viejo por conocido que nuevo por conocer”.