No quiero dejar ni la más mínima sospecha de que con este artículo pretendo minimizar la enorme importancia del quehacer de Gilberto Bosques Saldívar como cónsul general en Francia, desde principios de 1939 hasta mediados de 1942, cuando se convirtió en ministro plenipotenciario, antes de ser aprisionado por los nazis a fines de dicho año.
Además, cabe tener presente su benéfica acción durante cinco años en Lisboa y, como si fuera poco, los 10 años que representó a México en La Habana, cinco de ellos durante la dictadura asaz salvaje de Fulgencio Batista.
La gesta de Luis I. Rodríguez duró solamente un año, el de 1940. Al comenzar el siguiente, Ávila Camacho lo sustituyó por quien es preferible no recordarlo mucho y, un año y medio después fue remplazado súbitamente por Bosques.
Rodríguez, guanajuatense ilustre, estuvo en Francia tan sólo durante un año: seis meses con sede en París y otro tanto en Vichy, capital de la Francia llamada cínicamente “libre”, gobernada por el fascista Mariscal Henry Phillipe Petain y otro sujeto, aun de peor calaña, de nombre Pierre Laval.
No resultaron sencillas de cumplir las órdenes de Lázaro Cárdenas, de proteger a refugiados españoles y de otras nacionalidades que fueron perseguidos por los gobiernos fascistas de sus países de origen y por los propios nazis.
Viene a cuento el famoso telegrama 1699, del 1º de julio de 1940, firmado por el presidente que, “con carácter urgente”, disponía que se le dijera al gobierno francés que México estaba “dispuesto a acoger a todos los refugiados residentes en Francia… en el menor tiempo posible”.
Cabe recordar la defensa puntual de muchos que fueron perseguidos con especial saña, entre quienes destaca el mismo presidente de la República Española, a quien amparó la embajada de México hasta su fallecimiento, en una extensión de la misma sita en Montauban, el 4 de noviembre de 1940, e incluso se aseguró de que se le diera un digno sepelio, lo cual constituyó, como espetó el propio Rodríguez al prefecto francés, un “orgullo para México y una vergüenza para Francia”.
Recuérdese que, para proteger a Manuel Azaña de los esbirros franquistas, Rodríguez y el capitán Antonio Haro Oliva, miembro este último de la agregaduría militar de México, evitaron pistolas en mano que los dichos esbirros se lo llevasen por la fuerza a España para matarlo.
Asimismo, con anterioridad, al tiempo de que los diplomáticos emigraban al sur, ante el avance alemán, una hábil maniobra de Rodríguez puso a salvo a Juan Negrín, jefe del gobierno republicano español, con toda su familia.
En este caso logró que un carbonero griego lo pasara a Londres sin que nadie se enterara.
Pero es de subrayar, sobre todo, que Rodríguez obtuvo un acuerdo con todas las formalidades de ley con dicho gobierno en el que éste reconocía la protección de tantos perseguidos, declarándolos “en tránsito hacia México” y bajo la protección de nuestro lábaro nacional.
Aunque algunos funcionarios franceses simpatizantes de los nazis simularon no tener noticia de dicho pacto, lo cierto es que, haciéndolo valer, Bosques, Rodríguez y cuantos mexicanos formaban parte del cuerpo diplomático y consular, protegieron de los alemanes a cerca de 80 mil refugiados y sus familias…
Las merecidas porras que le echamos a Bosques, sin entrar en competencia, no deberían olvidar a don Luis I. Rodríguez Taboada.