La estrategia de paz y seguridad adoptada por el gobierno federal desde el 1º de diciembre de 2018 está arrojando resultados palpables; insuficientes, sí, pero indiscutibles: a partir de 2019 se registran descensos sostenidos en los principales índices de delictividad como el homicidio doloso (menos 14.6 por ciento), el feminicidio (menos 33.6) y el robo de vehículo (menos 40.4). En el sexenio de Felipe Calderón los homicidios dolosos aumentaron 192 por ciento; en el de Enrique Peña lo hicieron 59 por ciento. En lo que va del actual gobierno, los asesinatos intencionales se han reducido 10.6 por ciento.
Estas cifras son una pésima noticia para los opositores políticos, corporativos y mediáticos, cuya única esperanza de regresar al poder presidencial es que el Ejecutivo federal no logre alcanzar sus objetivos. En los peores momentos de la emergencia sanitaria por el covid-19 se dedicaron a exagerar los impactos –inevitablemente trágicos– de la pandemia y a apostar por el fracaso de la estrategia para mitigarla; con el mismo ímpetu intentaron desacreditar la Campaña Nacional de Vacunación; han tratado de sembrar, por todos los medios a su alcance, la desconfianza en la marcha de la economía y se han esmerado en convencer al país de que la relación con Estados Unidos se dirige a una catástrofe inminente. Estos opositores aún quieren hacer creer que el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles es inviable, que la compra de la refinería de Deer Park fue un disparate, que la construcción de la de Dos Bocas se traducirá en un derroche multimillonario y la introducción del Tren Maya, en un ecocidio.
Lo cierto es que el paradigma puesto en práctica para hacer frente a la inseguridad y la violencia delictiva funciona y da resultados en sus tres ejes principales: los programas de bienestar, los procesos de construcción de paz y el establecimiento de la Guardia Nacional. Los opositores saben bien que atacar el primero de esos componentes es políticamente suicida y el segundo ni lo conocen, de modo que se han concentrado en tratar de descarrilar el tercero.
Hoy, por muchas razones, es claro que no bastarán cinco años para consolidar la nueva corporación policial. Se requiere aún del reclutamiento y el adiestramiento para decenas de miles de efectivos, la construcción de más cuarteles y, lo más importante, esperar a que surja la primera generación de oficiales de la propia Guardia Nacional, proceso que toma tiempo, antes de que ésta se encuentre en condiciones de ser transferida al mando civil. En las circunstancias actuales, sacarla del ámbito de las fuerzas armadas equivaldría a restablecer una suerte de Policía Federal y sería inevitable el resurgimiento de las debilidades, falencias y vicios que caracterizaron a la extinta corporación. Con ello se lograría privar al gobierno de uno de los tres ejes principales de su estrategia de pacificación y contención de la delincuencia y de esa forma podrían revertirse los logros alcanzados hasta ahora en seguridad pública; sería el escenario ideal para los representantes del viejo régimen oligárquico y neoliberal.
Por otra parte, el bando de la reacción ha perdido dos tercios de las gubernaturas y con ellas, el control de las instituciones policiales estatales, las cuales han estado penetradas y corroídas por la corrupción y la convivencia con los grupos delictivos. Tal situación le resulta particularmente grave en el caso de Tamaulipas, plaza fuerte del narcoprianismo, donde el aún gobernador Francisco García Cabeza de Vaca ha convertido a la policía del estado en grupo de choque represivo, guardia pretoriana para evitar su propia detención y fuerza de cobertura de actividades delictivas. La derrota electoral del prianismo en esa entidad del noreste conlleva la pérdida de enormes negocios, en su mayoría ilícitos –especialmente, saqueo de las arcas públicas, tráfico de personas y contrabandos de todas clases–, y eso explica la obsesión por impedir que el gobernador electo, Américo Villarreal, asuma el cargo la semana entrante.
En ese contexto, el gobernador saliente, que podría ir a la cárcel en el momento en que pierda el fuero, y los propagandistas de sus aliados urdieron una trama de insidias y calumnias contra el doctor Villarreal y del senador de Morena José Narro, a quien se ha pretendido involucrar en la desaparición de dos elementos de la Secretaría de Marina y en un supuesto financiamiento del narco a la campaña de Villarreal. Para dar sustento a la campaña, un columnista favorito del conservadurismo recibió, fabricó o mandó a fabricar un pretendido reporte del embajador estadunidense, Ken Salazar, como prueba contra Narro. El conjunto de la prensa reaccionaria se subió a la insidia por unas horas hasta que el propio diplomático declaró que ese “cable” no era de su autoría, ni de su oficina, ni de su país. Fin de la historia.
Tal es la perversidad de la reacción opositora en el actual momento. Y de ese tamaño es su desesperación.
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