En Francia, cada año, el mismo evento denominado rentrée littéraire se produce al final del verano, cuando editores y libreros regresan de vacaciones y vuelven a consagrarse a sus actividades. ¿De qué se trata? Alrededor de 600 nuevos libros salen al mismo tiempo de las imprentas y se ven, así, publicados para ser distribuidos en las librerías, donde se da una guerra entre editores para tratar de ver sus obras exhibidas en las vitrinas de estos comercios. Guerra que se prolonga en los medios de comunicación para lograr que diarios, radio y televisión dediquen parte de sus espacios a los comentarios y críticas que conciernen a los libros y a las entrevistas de los autores de estos volúmenes. Es, pues, el regreso literario. Comienza de inmediato otro ritual: la atribución de los premios literarios: Goncourt, Renaudot, Femina, Médicis, Interallié, siendo los principales de ellos, los cuales aseguran a los autores laureados un momento de celebridad y, sobre todo, éxito de ventas importantes. Así, este regreso literario es una etapa esencial en el proceso de organización comercial del mercado del libro. Y no son tanto los lectores los que se buscan para abrir y leer las obras premiadas, son más bien los compradores la mira de las empresas de edición, especialmente en la época de los regalos de las fiestas navideñas y de fin de año cuando se pueden adquirir aunque no sea sino para adornar el árbol de Navidad.
Puede imaginarse, entonces, la lucha encarnizada entre los editores para obtener estos premios que representan un beneficio capital en el equilibrio de sus finanzas. De ahí provienen, sin duda, la dudosa reputación de la atribución de los premios y los rumores de sospechas sobre la composición de los jurados, cuyos miembros se encuentran a menudo ligados a tal o cual casa editorial, cuya empresa obtiene, como por azar, el premio más codiciado porque aporta el mayor número de compradores, como el galardón Goncourt, tan a menudo obtenido por las mismas empresas de edición: Gallimard, Grasset o Le Seuil. A tal extremo que conduce, a veces, a un escándalo como el que causó Julien Gracq cuando rechazó en forma brutal el Goncourt que se le atribuyó, ya que este gran escritor tenía horror de los juegos de un sistema que él juzgaba corrupto y al cual negaba poseer la menor autoridad literaria.
Cabe reconocer que esta guerra literaria no es nueva ni exclusiva a un solo país. Intrigas y manipulaciones, más o menos ocultas, en ocasiones evidentes y escandalosas, ensucian la atribución de premios tan cotizados como el mismo Nobel, donde la política y los políticos se enfrentan con todo el peso de su influencia y su poderío. Así, el premio puede otorgarse, más que por la calidad literaria de la obra, por la posición política de su autor. Pero la política en boga es cambiante y los laureles pueden pasar de las cabezas de escritores considerados de izquierda a autores de ideas menos revolucionarias, de García Márquez a Octavio Paz. Durante años se negó el Nobel a escritores rusos que no fueran disidentes de la Unión Soviética, Pasternak o Solyenitzin. Los jurados descubren que también hay mujeres que escriben. Para no quedar atrás en busca de minorías se localizan autores en reservas o regiones alejadas de Occidente. A su vez, las universidades se inmiscuyen proponiendo sus candidatos. En la actualidad, la moda parece favorecer a los adeptos de la llamada “corrección política”. El premiado, entonces, deberá blandir sus armas por la conservación del planeta y de cuanta especie en vías de extinción se pueda encontrar, es decir, presentarse como un auténtico ecologista. Podrían, así, quedar excluidos de cualquier premio, importante o insignificante, los sospechosos de machismo, los fumadores, y tantos otros culpables de crímenes tan insidiosos como negarse a la escritura inclusiva. El premiado deberá exhibir la decorosa figura de la política correcta a la moda.