La primera concursante del día, Sparta, del conocido austriaco Ulrich Seidl, llegó a San Sebastián rodeada de una nube de escándalo, pues la película fue retirada del programa del festival de Toronto, tras alegatos de que los niños actores sufrieron en el rodaje algún tipo de abuso. Aquí se decidió exhibirla, ya que no había habido una denuncia jurídica. Pero no vino nadie de la producción a presentarla. El problema se complica dado que su tema es la pederastia.
Toda gira en torno a un cuarentón desagradable, de mirada muerta, llamado Ewald (Georg Friedrich), quien, en Rumania, restaura una vieja escuela a fin de convertirla en una academia de judo para menores (llamada Sparta, precisamente). El hombre siente una atracción malsana hacia los niños, pero nunca pone en práctica –al menos en cámara– su pedofilia latente. Son los padres de familia quienes deciden tomar cartas en el asunto.
Seidl había construido una filmografía interesante a partir de su aguda misantropía, según se vio en su trilogía Paradise (2012-2013). Cada una de sus películas es una visión despiadada sobre las debilidades de la condición humana. No obstante, esta vez le falló el tiro. Sin decir nada pertinente sobre el tema, ni desarrollar la patología de su protagonista, Sparta queda como una realización del todo inútil.
Tampoco convenció la producción danesa Esten af livet (Para siempre), tercer largometraje de Frelle Petersen, sobre una familia burguesa perfecta, cimbrada por la muerte del hijo mayor. El director se pasa de discreto. Nunca nos enteramos ni cómo murió el difunto. Sólo vemos la gélida reacción de sus familiares que continúan con su vida como siempre –la hermana (Jette Sondergaard) intenta embarazarse, la madre (Mette Munk Plum) es un prodigio de contención– entre conversaciones vanas, juegos de mesa y el consumo de tartas y pasteles. Asombra cómo Petersen trata el universal tema del duelo sin conseguir un ápice de emotividad, perspicacia o profundidad.
En ambas proyecciones hubo aplausos del público al final. Es sabido que los donostiarras son de una generosidad sin límite.
Si la OMS ya anunció que la pandemia está pronta a terminarse, los españoles se han adelantado retomando la vida como era antes. Sólo en los transportes públicos es obligatorio portar el cubrebocas. En las salas de cine nadie se coloca uno. Y en la parte vieja de Donostia reconforta comprobar cómo la cosa ha vuelto a la normalidad, con sus calles atestadas de lugareños y turistas.
Por otro lado, el funcionamiento práctico del festival sigue siendo ejemplar. Ya deberían aprender los organizadores de Cannes cómo instalar un eficiente servicio de boletaje electrónico, con el cual es muy sencillo apartar boletos o cancelar funciones. Incluso no se necesita presentar el boleto en la entrada. El QR que tenemos en la acreditación es suficiente para detectarlo. Y siempre las salas están vacías media hora antes de su función. Así no se forman innecesarias colas, ni mucho menos aglomeraciones.
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