Una vez funcionó para la derecha elegir un candidato de extrema derecha. Acompañando la radicalización de sus bases, que ya no querían un candidato del PSDB, eligieron a quien estaba mejor en las encuestas en el campo de la derecha, a Jair Bolsonaro.
A pesar de tener una larga y mediocre trayectoria política e incluso defender posiciones absurdas –a favor del golpe de Estado, la dictadura militar, la tortura, la pena de muerte y el armamento generalizado de la población, entre otras posiciones–, la derecha montó en torno a este candidato una operación monstruosa, centrada en las llamadas fake news y en la connivencia del Poder Judicial y los medios de comunicación para elegir a Bolsonaro.
Pronto la derecha se dio cuenta de que había sido un candidato adaptado a sus necesidades –derrotando al Partido de los Trabajadores (PT)– como gobernante, Bolsonaro rápidamente demostró ser un fracaso. Sin capacidad para comandar los programas de gobierno ni para armar un equipo mínimamente capaz de formular un discurso que pudiera disputar la hegemonía en la opinión pública con el discurso del PT, fue perdiendo apoyos poco a poco, revelando que no sería capaz de ofrecer una administración mínimamente competente o lograr agregar fuerzas políticas en torno a ese gobierno.
Al mismo tiempo, cuando Luiz Inácio Lula da Silva recuperó sus derechos políticos y se proyectó como un fuerte candidato para volver a la presidencia de Brasil, el nivel de rechazo al bolsonarismo se reveló mayor que el antipetismo con el que la derecha había logrado construir la imagen de Bolsonaro.
Llega al final de su gobierno, en vísperas de las nuevas elecciones presidenciales, derrotado. No sólo por todas las encuestas, sino también por su incapacidad para proponer un programa que justifique un segundo mandato. Se limita a señalar los supuestos riesgos para la nación con el regreso de Lula al poder, contando con cierto olvido de lo que fue el gobierno del ex presidente y con la desinformación de parte de la población.
Las posturas de ambos candidatos son reveladoras. Lula habla y es entrevistado como nuevo presidente de Brasil. Sus discursos muestran el diseño de programas y medidas concretas, y sus entrevistadores le hacen preguntas como si fuera el próximo mandatario.
Por su parte, Bolsonaro se comporta como un perdedor, ya sea manifestando estados de ánimo depresivos cuando responde en las entrevistas, en sus declaraciones, en las que sus temas continúan siendo el “cuestionamiento” sobre los resultados electorales –que sabe que serán negativos para él–, igual en la pregunta respecto a cómo se va a comportar ante el resultado electoral negativo o cómo conducirá, en su opinión, Lula al país.
La secuencia interminable de encuestas –especialmente las más confiables– reitera el nivel de apoyo a Lula, así como los difíciles resultados para Bolsonaro. Tener 50 por ciento de rechazo y 35 por ciento de apoyo sólo lo condena a la derrota. Ademas de que el tiempo es cada vez mas corto para él.
Al mismo tiempo, Luiz Inácio Lula da Silva gana más apoyo, tanto de personas que aún no se habían definido –como de Marina Silva– o el de quienes hasta ahora habían decidido votar por otros candidatos, pero se dan cuenta de que ellos no son viables y que la única forma de derrotar a Bolsonaro es votando por Lula.
El marco político está totalmente configurado, a dos semanas de la primera vuelta. Los más reconocidos analistas de encuestas afirman que el resultado actual –que lleva muchos meses– no debe cambiarse, así como siempre triunfó quien lideró las encuestas a un mes de las elecciones.
Bolsonaro gastó sus últimas cartas –de las cuales la del 7 de septiembre fue la más sonada–, sus amenazas de no reconocer el resultado de las elecciones –copiando, una vez más, a su gurú, Donald Trump, o cualquier otra amenaza– ya no son tomadas en en serio.
En resumen: Lula aún no ganó, pero Bolsonaro ya perdió.