Se puede afirmar, sin duda, que sin la participación de las mujeres hubiera sido mucho más difícil lograr la Independencia de México. Las tropas insurgentes no eran un ejército organizado, se iba formando sobre la marcha. ¿Quién conseguía los alimentos, los cocinaba, curaba a los heridos, consolaba en las derrotas y daba ánimos para continuar en la lucha? Fueron miles de mujeres que seguían a sus hombres y cuando se quedaban solas agarraban el fusil y le entraban a la batalla. Cientos de ellas actuaron como correos, espías, negociadoras, y muchas dieron dinero y sus bienes. Hubo varias que tuvieron su propios batallones y grado militar.
De este universo de mujeres valerosas, excepto unas cuantas, poco o nada se sabe. Es hasta años recientes que investigadoras acuciosas han sacado a la luz a varias de ellas. Hay que decir que los historiadores y cronistas de la época prácticamente no las mencionan.
En estas fechas de conmemoraciones patrias vamos a recordar a algunas de las poco conocidas. Comienzo con la notable Manuela Molina a quien conocemos por el diario que llevaba el secretario de Morelos, Juan Nepomuceno, quien el 9 de abril de 1813 anotó: “Llegó doña María Manuela Molina, india natural de Taxco, capitana titulada por la Suprema Junta. Esta mujer, llevada del fuego sagrado que inspira el amor de la patria, comenzó a hacer varios servicios a la nación, hasta llegar a acreditarse y levantar su compañía. Se ha hallado en siete batallas, y entusiasmada con el gran concepto que al señor Generalísimo le han acarreado sus victorias, hizo viaje de más de 100 leguas por conocerlo, expresando después de lograrlo, que ya moriría gustosa, aunque la despedazara un bomba de Acapulco; ojalá que la décima parte de los americanos tuviera los mismos sentimientos”.
Otra fue Mariana Toro de Lazarín, cuyo esposo era un prominente minero con quien organizaba tertulias en su casa, a las que concurrían personas que simpatizaban con los ideales de emancipación. Un día llegó la noticia de la detención de Hidalgo y de los demás jefes insurgentes. Mariana exclamó indignada en una tertulia: “Hemos de aprehender al virrey y ahorcarlo”.
Las contundentes palabras dieron inicio a una conspiración, cuyo fin se suavizó buscando aprehender al virrey y en lugar de ahorcarlo, hacerlo prisionero. Mariana asistía al sitio donde estaban acampadas las tropas simpatizantes de la insurgencia, participando activamente en la preparación del plan.
Uno de los conspiradores, temiendo morir, se confesó y el sacerdote –violando el secreto de confesión– lo denunció al virrey, quien ordenó aprehender al matrimonio Lazarín y a la mayor parte de los involucrados. Mariana y su marido estuvieron presos en las cárceles de la inquisición durante 10 largos años.
Y no olvidemos a Gertrudis Bocanegra, quien nació en Pátzcuaro, Michoacán, en el seno de una opulenta familia española de comerciantes. Se casó con un alférez de los ejércitos reales, con quien procreó un hijo. Simpatizante de las ideas libertarias, cuando Hidalgo y Allende proclamaron la Independencia, convenció a su esposo y a su hijo de unirse a la guerra. En Valladolid, al paso de las tropas insurgentes, se sumaron a las fuerzas rebeldes.
Meses después, Gertrudis recibió la noticia de la muerte del marido y del hijo. Sin embargo, el dolor no menguó su espíritu y se incorporó a la causa. Desde Pátzcuaro colaboró aportando noticias, dinero, víveres y armas y prestando su casa para que se llevaran a cabo reuniones de los partidarios del movimiento.
Finalmente, fue delatada y hecha presa. Durante el proceso que se le siguió fue torturada para que denunciara a los participantes y, con singular entereza, no reveló ningún nombre. Fue condenada a muerte y con gran valor, segundos antes de morir, arengó al pelotón de fusilamiento para que se uniera a la causa de la libertad.
Llegó la hora de comer, y en este mes patrio es obligatorio agasajarse con un chile en nogada. Los hay de todo tipo y calidad, incluso, en cadenas de autoservicio donde además de licuadoras, zapatos, desodorantes, comestibles y cuanto se le ocurra, venden el tradicional platillo, cubierto con plástico transparente, listo para consumirse.
Las recetas son múltiples y los más ortodoxos son costosos por los ingredientes que los conforman. Yo prefiero los que preparan al momento en fondas y restaurantes y ahí sí, al gusto de su paladar y... su bolsillo.